Macbeth

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

La puesta en escena impactante de esta nueva adaptación de Macbeth termina afectando el sentido trágico de la obra maestra del dramaturgo inglés.

No siempre respetar la letra implica respetar el espíritu. Si bien, en casi todas las adaptaciones de obras de William Shakespeare que se produjeron desde principios de la década de 1990 se impuso el canon Kenneth Branagh de conservar cada coma de los parlamentos originales, eso no significa que los resultados estén garantizados.

Macbeth, del director australiano Justin Kurzel, tiene la enorme virtud de ser tan ambiciosa en términos visuales como lo era la imaginación verbal del dramaturgo inglés. Su puesta en escena es impactante, aunque no pocas veces deja atrás la frontera de lo pomposo y se interna en esa forma extrema del mal gusto que es el buen gusto declamado.

El gran problema con el que debieron lidiar todas las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare es la tensión entre las palabras y las imágenes. ¿Cómo hacer que estas últimas no sean sólo una mera ilustración de las primeras?

Ese problema, obviamente, no se presenta en la lectura. De allí que el crítico Harold Bloom, especialista en Shakespeare, haya llegado a afirmar que no tiene sentido representar sus obras, pues el mejor escenario posible para ellas es la mente de un lector. La cuestión entonces podría reformularse así: ¿cómo puede la imagen competir con la imaginación?

La respuesta de Kurzel en este Macbeth fue intensificar la imagen, potenciarla de tal modo que cada cuadro de cada escena tenga el poder estético (pictórico, uno está tentado a escribir) suficiente como para colmar esa distancia entre lo visible y lo imaginable.

El problema es que en términos de representación plástica, sus “cuadros” remiten al academicismo del siglo 19, con un abuso de claroscuros, contrastes y simetrías, lo cual convierte a la película en una especie de visita al museo al que asistimos en carácter de rehenes. Más allá de la ironía, el exceso de composición visual tiende a quitarle dinamismo a la tragedia, algo que el frecuente recurso de la cámara lenta lleva hasta el paroxismo y la autoparodia involuntaria.

Si Macbeth es considerada una de las obras maestras del teatro de la crueldad, poco debería importar la estetización de esa crueldad. Pero aquí se produce el extraño caso de que la estetización contradice a la crueldad y viceversa. La ineficacia dramática y narrativa que entraña esa contradicción no puede leerse como distanciamiento crítico, ya que no induce a pensar sino a bostezar.

Por supuesto, Kurzel y sus guionistas se permiten también deslizar una interpretación psicologista, como es suponer que la infertilidad del matrimonio Macbeth explica sus acciones terribles, con lo que incurre en un doble error: inventar un seudo-Freud y creer que Freud es algo más que una nota a pie de página de las mejores obras de Shakespeare.