Luz de luna

Crítica de Lucas Granero - Las pistas

En la contemplación de esas pieles neones, brillosas en su mezcla de sudor y lágrimas, Moonlight hace del cuerpo un centro de irradiaciones que destellan en sus múltiples resonancias. En un camino entre el deseo que se reprime o aquel que se expulsa en incontenible violencia, que retumba entre la sexualidad de retaguardia en technicolor glitter de Kenneth Anger y el calor a flor de piel del Wong Kar-Wai de Happy Together, Barry Jenkins transforma al cuerpo de su protagonista en una trilogía de transfiguraciones por las que se expresan los diversos procedimientos mediante los que se busca ocultar al deseo de saberse distinto y no poderlo expresar.

Pisando con deliberada cautela esa porción del infierno que le tocó en suerte, el pequeño Chiron solo busca hacerse de refugios posibles donde pueda escapar de los obstáculos cotidianos. En principio, de los ataques de sus compañeros de escuela pero principalmente de la sombra de su madre, de la que le será imposible esconderse. Solo encontrara una breve calma en la contención de Juan y su mujer Teresa, cuyos nombres bíblicos ya bien expresan su condición de ángeles guardianes de Chiron, dos presencias con las que no solo podrá contar durante su camino a la adolescencia sino en las que basará el resto de su vida, transformándose ya en su adultez en un reflejo viviente de Juan, su continuación inevitable, aún sabiendo que bajo ese disfraz ajeno no hace más que volver a esconderse, armando un nuevo refugio esta vez con su propio cuerpo que oculta entre esos músculos la verdadera condición de su ser, que late eternamente buscando la fisura por la que pueda explotar.