Luz de luna

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Un devenir bajo el sol

Más allá del papelón con las tarjetas que pasará a la historia de los Oscar, la cosa es que “Luz de Luna” logró alzarse con el Premio de la Academia a Mejor Película, además del de Mejor Guión Adaptado para el director Barry Jenkins y Tarell Alvin McCraney, autor de la obra teatral original (“In Moonlight Black Boys Look Blue”, algo así como “A la luz de la Luna los chicos negros se ven azules”) y el de Mejor Actor Secundario para Mahershala Ali.
Durante la ceremonia se recordó, precisamente, una frase de Alfred Hitchcock en la que el pícaro maestro del suspenso afirmaba: “Para que una película funcione hacen falta tres cosas: un guión, un guión y un guión”. Y por allí parece pasar el fuerte de la cinta, aunque no deje de arrimar la bocha a algunas de sus rivales en otros terrenos. Como “Un camino a casa”, se lanza a construir la unidad del personaje central a través de más de un actor (tres en este caso). Y como “La La Land” cierra una propuesta estética clara, apoyada en una fotografía “verista”, pero algo fría, en los momentos diurnos, en contraste con una “noche americana” luminosa (como para que los muchachos negros luzcan azules) y más cálida. Quizás porque la playa sea el lugar del remanso y la escuela, el lugar del padecimiento.
Derivas
Volviendo sobre el guión, éste plantea la narración como un devenir, y se aleja de una narrativa que se proyecte hacia un punto de llegada, o intente dejar un mensaje edificante. Por ende, las circunstancias son atípicas y los personajes se corren de los roles actanciales esperables, lo que les brinda un espesor extra. Esa misma ruptura con los lugares comunes empieza por el lugar: es un relato sobre chicos negros en el Miami que estaba detrás de Don Johnson y Phillip Michael Thomas, y no otra historia del Bronx. Y ahí se cuelan los elementos tomados de la vida material, ya que tanto McCraney como Jenkins fueron chicos negros de Miami, hijos de la generación que vivió el boom del crack y salió adelante de la mejor manera que pudo.
La narración se estructura en tres episodios, cada uno bautizado con uno de los apelativos del personaje central: “Little” (“Pequeño”, la forma en que los otros chicos lo llamaban en la niñez), Chiron (su verdadero nombre, para el tramo adolescente) y “Black” (“Negro”, el apodo que se da en años más maduros). Vemos al principio el tramo formativo de Chiron, hijo de una madre soltera adicta al crack, que no encuentra reposo ni en su casa ni en la compañía de otros chicos, para los cuales el silencioso niño es un “diferente”.
Solamente tres personas le dan cobijo: Kevin, el único amigo de su edad; Juan, un traficante de origen cubano que se convierte en una figura parental y afectiva para el pequeño, de la mano de su novia Teresa. “¿Has visto alguna vez cómo camina? ¿Vas a decirle por qué los otros chicos le patean el culo todo el tiempo?” le dice en algún momento Paula (la madre) a Juan, quien debe responder a las preguntas del niño, motivadas por esas ideas “maternales”: “¿Qué es un maricón? ¿Soy un maricón?” “En algún momento tienes que decidir quién quieres ser. No puedes dejar que nadie tome esa decisión por ti”, será una de las principales lecciones del “buen criminal”.
En una segunda instancia se ve la agudización de las situaciones durante la adolescencia: el conflicto con los otros, la ausencia de Juan, la decadencia de Paula y el cambio de relación con Kevin, en una mezcla de emociones propias de la edad, entre la atracción y la traición. Tras la resolución traumática de esa etapa, hay una última parada en el viaje, donde Chiron y Kevin puedan contrastar sus vivencias a la vuelta de los años.
Los saltos temporales refuerzan el impacto de las decisiones de vida, o las “no-decisiones” (especialmente entre la segunda parte y la tercera). Llamamos aquí “no-decisiones” a lo que en realidad son una retahíla de pequeñas decisiones no del todo sopesadas, que van formateando la existencia. V. I. Lenin planteó alguna vez que “en su actividad práctica, el hombre se ve ante el mundo objetivo, depende de él y determina su actividad de acuerdo con el”, pero a la vez reconoció que “el ‘mundo objetivo’ procede por su propio camino y la práctica del hombre, ante ese mundo objetivo, encuentra ‘obstáculos en la realización’ del fin, e incluso ‘imposibilidad’”. Quizás haya un pivote (dialéctico, gritaría desde su mausoleo el precitado autor) entre el devenir vital y la idea de imposibilidad.
Chiron deviene exteriormente algo parecido a Juan, pero como cáscara exterior que protege la criatura frágil que nunca dejó de ser: ni siquiera se lo puede sindicar en el marco de la identidad sexual que su madre “predijo” o estigmatizó. Del otro lado, Kevin aparece como su opuesto, alguien que a su manera ha resuelto su identidad social y sexual.
Espesor
Mahershala Ali se llevó el oro académico por un personaje que aparece durante un tercio de la cinta, pero de alguna manera es una distinción a un elenco bien ajustado. Ali usa recursos expresivos conocidos para quienes vieron su Remy Danton en “House of Cards” y su Cornell “Cottonmouth” Stokes en “Luke Cage” (su risa villanesca mirando de costado, la manera de masticar las palabras) pero le da otra significación, al construir un personaje tridimensional: el más temido criminal en las calles puede ser el más cariñoso.
Él florece como exponente en una sucesión de trabajos acotados en el metraje pero de alto impacto, como la Paula encarnada por Naomie Harris: temible, intensa, penosa, hambrienta de redención. Su contracara está en la Teresa construida por Janelle Monáe (también parte del elenco de “Talentos ocultos”, doblete para un buen año en su carrera), un remanso para el muchacho y la única herencia de Juan.
Como dijimos, hay un trabajo sobre los tres actores que le dan cuerpo a Chiron: el silencioso Alex R. Hibbert como el niño de nueve años, Ashton Sanders vibrando como el contenido adolescente y Trevante Rhodes como el ampuloso y languideciente adulto. No menos vigor tienen los tres avatares de Kevin: Jaden Piner como un niño pícaro pero bien llevado, Jharrel Jerome como el adolescente tensionado por sensaciones y lealtades, y André Holland como un hombre asentado, no carente de sus propias heridas de guerra.
El manso, melancólico reencuentro entre los dos viejos conocidos no parece ser una puerta a otro episodio. Sí, quizás, un cierre narrativo para que Chiron tome la pluma y empiece a escribir una historia propia.