Lucy

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Oh, Lucy, dónde quiera que estés, ¿podés oírme?

Me acuerdo, en otro siglo, de una película que no era buena pero impresionaba discretamente a su manera: sus colores, su sintaxis de aviso publicitario, su estrategia emocional (una chica misteriosa, en cierto modo perdida aunque inalcanzable, objeto de veneración de todo el mundo); la preocupación, ciertamente conmovedora, de “conectar” con una idea de la ciudad moderna, en la que la violencia de los seres amontonados contrasta con el entusiasmo babélico de encontrar una clase de belleza escondida entre el cemento y el metal, en el ruido, en la despersonalización que produce para el cine criaturas abandonadas y libres que hablan solas, cada una en su idioma. La película se llamaba Diva y su director era Jean-Jaques Beinex. ¿Por qué pienso en Besson y en Beinex al mismo tiempo, como si fueran una unidad, una especie de deidad menor del cine francés con dos cabezas? Probablemente porque Besson, la parte que nos ocupa de ese binomio impensado, comparte con su compatriota la vulgaridad estética, la pasión por el público, la predilección por los escenarios urbanos y la ambición temprana de ir a posicionarse como representante de un “nuevo cine francés”, cosmopolita y amnésico, que les hiciera creer a todos que las películas francesas podían hacer saltar la taquilla local y de paso venderse bien en el resto del mundo. Un par de años después, Besson contestaba con Subway, una película ambientada en el sistema de subtes y protagonizada por un hada madrina buena caída en desgracia que tenía una pistola por varita mágica. Beinex descubrió a Béatrice Dalle (con 37° 2 le matin), pero Besson dirige desde entonces sin parar, escribe, produce y diseña franquicias. Ahora ya sabemos a quién de los dos le fue mejor. Lucy es otro producto de la fábrica Besson, que a veces larga al mundo cosas más o menos entretenidas y olvidables, juguetes caros destinados a engrosar una filmografía sostenida con un orgullo de maratonista. Lucy es una banalidad querible, filosóficamente balbuceante, muy tosca en su aspecto formal pero llena de vida: la historia breve de una mujer perseguida por hombres malos, engañada, golpeada, desencantada, que mediante un vuelco del destino adquiere el poder suficiente para escaparse y volver sobre sus opresores, ahora para demostrarles de qué materia está hecha una chica. Lo malo es que ese poder es también su perdición. La película luce siempre urgente, chirriante y bañada de una frialdad descorazonadora que el ritmo machacón de la banda de sonido se encarga de acrecentar y resignificar. ¿Estamos delante de un thriller drogón en el que una party girl termina envuelta en una trama policial por culpa de las malas compañías? ¿O Besson pretende, además, reflexionar mediante sus imágenes cursis y sus metáforas de jardín de infantes acerca de la capacidad de adaptación de esas criaturas de Dios llamadas humanos? Parte de la gracia inesperada de la película es que se encuentre jugando todo el tiempo al borde del ridículo, exhibiendo de a ratos una enjundia que nunca termina de convertirse en parodia y disparando sobre el espectador momentos tan risibles como inclasificables. La elección de Scarlett Johansson parece increíblemente adecuada y justa. La verdad es que hacía mucho que Scarlett no lucía con tanta autoridad delante de la cámara. Cuando unos matones la tiran al piso y la patean dan ganas de dejarlo todo, atravesar la pantalla y rescatarla. Cuando la llevan por un pasillo a la rastra, los primeros planos se abalanzan sobre su mirada extraviada de miedo, y el abismo de las ojeras parece crecer y condensar, en un rapto de milésimas de segundo, una melancolía de millones de años que encuentra su culminación en esa encerrona absurda en la que una vida despreocupada se hace añicos. De pronto, advertimos que la inspiración verdadera de la película podría ser la pregunta acerca de cómo se sobrevive en un mundo que se ha vuelto inhumano, con la buena de Scarlett como núcleo central y víctima propiciatoria: en realidad Besson no necesitaba firuletes retóricos, ni necesitaba, tampoco, esa gravedad impostada en la figura del personaje de Morgan Freeman que destila un discurso de autoridad irrelevante. Lo único indispensable de verdad era una chica hermosa perseguida y castigada. Cuando Lucy cae en la cuenta de que va a morir, la ciudad maldita, como una Babilonia contemporánea, ni siquiera parpadea. El movimiento sigue, las luces de neón siguen. La película no llega a hundirse en la tristeza porque el montaje, la música y los colores chillones siguen también, tan inmutables, como en una fiesta de la que Lucy se retira siendo todavía demasiado joven.