Los últimos románticos

Crítica de Nazareno Brega - Clarín

La aparición de un elemento inesperado que irrumpe en un pueblito tranquilo es un disparador habitual de conflictos en el cine. Algunos ejemplos acostumbrados son la llegada de un forastero a quien le son ajenos los códigos de los habitantes del lugar, o la repentina aparición de un tesoro que altera la dinámica de todos. El caso de la comedia policial Los últimos románticos, la segunda película del uruguayo Gabriel Drak (La culpa del cordero), es curioso porque apela a los dos elementos disruptivos al mismo tiempo para sacudir el avispero narrativo.

Juan Minujín y Néstor Guzzini interpretan al Perro y el Gordo, dos grandes amigos que pasan el tiempo deambulando por Pueblo Grande fumando porro. Uno atraviesa una crisis matrimonial por su falta de ambiciones y el otro está estancado cuidando un hotel abandonado en el que cultiva plantas de marihuana.

Hasta que uno de ellos da con un inesperado botín millonario, justo cuando el pueblito recibe a un nuevo sheriff muy interesado en los quehaceres dudosos de los dos potenciales maleantes. Este mejunje entre ineptitud y profesionalismo de los protagonistas de Los últimos románticos busca emular personajes delineados por los hermanos Coen, conexión explícita en la película, aunque la dinámica entre estos dos socios atolondrados, gracias a la química entre Guzzini y Minujín para transmitir una complicidad tensa e incuestionable, parezca mucho más deudora de las buddy movies de Edgar Wright.

Drak consigue que funcione mejor la comedia seca y distante de la película que la intriga policial planteada, pero el director igual prefiere volcarse hacia el thriller sobre el final. Los últimos románticos gira en falso con esas forzadas vueltas argumentales tardías que, a puro sarcasmo, menosprecian a esos personajes que, necesitados de una segunda oportunidad, buscaron atajos hacia la redención.