Los tres chiflados

Crítica de Miguel Frías - Clarín

La broma infinita

Los hermanos Farrelly lo lograron. Su película Los tres chiflados funciona como una prolongación de aquellos cortos mitológicos -un modo de recobrar y disfrutar, un rato más, lo que ya no existe- y a la vez como un tributo que prescinde de la solemnidad. El que haya crecido viendo el programa -por caso, este periodista- recuperará un goce primario y, al mismo tiempo, sentirá lo que intuía en la remota infancia: la pena, la brutalidad, el malestar agazapado detrás de un humor a los golpes. Peter y Bobby Farrelly supieron cómo poner en escena aquella salvaje felicidad de trasfondo amargo: la comedia triste.

En los ‘60/’70, sentados frente a la TV blanco y negro, no lo sabíamos: Los tres chiflados habían surgido como alivio cómico ante la Gran Depresión, habían tenido vidas más o menos miserables, habían muerto -Curly y Shemp- jóvenes, se habían burlado -con antiheroica, aunque contundente sencillez- del status quo , habían “triunfado” cuando ya estaban acabados: el broche irónico de sus melancólicos destinos de tipos comunes. Nada de esto explica su vigencia: un grato misterio.

La película los muestra, al inicio, como tres bebés abandonados en una bolsa en la puerta de un orfanato. En la fachada se lee 1936, el año de fundación del trío. Adentro los espera Teddy, un niño cuyo destino se unirá al de ellos (Ted Healy fue un cómico vinculado a los “proto” Tres chiflados ). Larry aparecerá, de chico, tocando el violín, como ocurría en la vida real... De adultos, los tres intentarán restañar, sin ser conscientes de esto, las grietas del desamparo.

Este hilo argumental y estos detalles evocativos le dan espesor dramático al filme, aunque nunca le entorpecen el ritmo frenético ni le cambian su esencia de simple comedia slapstick , basada en el humor físico, terreno en el que Los tres chiflados fueron imbatibles. Chris Diamantopoulos (Moe), Sean Hayes (Larry) y Will Sasso (Curly) -cuyas caras, no muy famosas, jamás nos distraen- responden notablemente al desafío de interpretar a personajes célebres desde la veneración o el denuesto: con talento, dirigidos con pulso firme. Lo malo, acá, es que la película llega sólo doblada.

A los extraordinarios lugares comunes del original (incluso en el plano sonoro), los Farrelly les añaden chistes ácidos, gags levemente escatológicos y dominio del lenguaje cinematográfico. Aciertan al obligar a Los tres chiflados , ya adultos, a salir del severo orfanato -comandado por una monja interpretada por Larry David, cocreador de Seinfeld - y lanzarlos al mundo actual, desconocido para ellos. Los Farrelly, cual hábiles yudocas, usan en su favor la supuesta debilidad del anacronismo.

Los tres chiflados siempre fueron perdedores, ridículos (alcornoques, zopencos, según Moe): impostores que intentaban hacerse pasar por tipos aceptados por el sistema, aunque en el fondo no menos patéticos que ellos. Que en este filme Moe termine adentro de un reality show, pegando cachetazos reales ahí en donde otros apelan a peleas falsas y donaciones de supuesta caridad, funciona como una broma infinita.