Los santos sucios

Crítica de Claudio D. Minghetti - La Nación

Luis Ortega explora el surrealismo y el existencialismo sartreano

Nada mejor que comenzar el año con cine nacional de autor. Luis Ortega ya ha dado muestras suficientes de que está fuera del registro habitual de la producción local de uno u otro palo. Sus obras tienen un sello distintivo. Hace ocho años sorprendió con Caja negra y hace cuatro con Monobloc, historias protagonizadas por marginales aislados entre paredes que limitan con la nada o, como en el caso de Los santos sucios, de lo poco que queda de la humanidad tras una guerra y las ruinas donde se mueven los sobrevivientes, impulsados por una inercia que los conducirá una vez más hacia la nada. En El ser y la nada, Jean-Paul Sartre declara la libertad de las personas para escoger sus conceptos de comportamiento y libre pensamiento.

Rey y Cielo (Alejandro Urdapilleta y Ortega) que sueñan con huir en un coche destartalado; Mudo (Emir Seguel) que marca el paso del tiempo haciendo sonar un viejo campanario abandonado; Berry (Rubén Albarracín K.J.) y su autismo; Brian (Brian Buley), un niño chueco avejentado y Monito (Martina Juncadella), la última mujer que repite que solo puede vivir del amor, dramatizan la idea de aquel ensayo con el que Sartre conmocionó al mundo en los años 40.

"El encanto de la humanidad no estaba en su posible salvación sino en su inevitable catástrofe", reza un cartel que prologa la acción. "Al terminar la guerra hubo quienes no murieron ni fueron rescatados por las fuerzas del orden. A estos, que no tenían donde ir, solo les quedaba cruzar las grandes aguas", explica. Esas aguas, bautizadas Río Fijman, homenajean a Jacobo Fijman, el poeta de origen judío y perteneciente al grupo Martín Fierro, que a partir de la década del 20 comenzó a padecer crisis mentales, se dejó seducir por el surrealismo, conoció a Artaud, y del misticismo saltó al cristianismo antes de ser diagnosticado como psicótico delirante en 1942, sufrió sucesivas internaciones y fue tratado con electrochoques, hasta su muerte en 1970. "Demencia: el camino más alto y más desierto", comenzó uno de sus últimos poemas.

Entre el existencialismo sartreano y el surrealismo emergente de Fijman se ubica Ortega, con su cámara preocupada por encuadres perfectos, por un discurrir sin soles ni lunas, con reflejos en medio de grises o algún tímido destello nocturno en un fondo negro que puede ser tan vacío como el blanco del desierto final, con su mirada piadosa a este escuadrón sui generis de criaturas que hacen lo que pueden para esquivar a la nada.

Del grupo actoral sobresalen Urdapilleta y en especial Jucandella. A la impresionante fotografía de Guillermo Nieto hay que sumar el arte de Anna Carnovale, con algunos buenos efectos escenográficos, y la música de Leandro Chiappe. Es oportuno, además, que en los créditos finales Ortega agradezca a Fernando Noy, Leonardo Favio y Edgardo Cozarinsky: hay mucho de ellos en su cine.