Los santos de la mafia

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Los santos de la mafia", los Soprano antes del diván

Con el creador David Chase y un director avezado en la serie, los orígenes de la familia muestran la misma diversidad de matices, al punto de hacer escasas las dos horas de metraje.

¿Cuándo empezó la era dorada de las series? ¿En qué momento asumieron el trono del consumo audiovisual del siglo XXI? Si con Lost el formato demostró ser muy gauchito para el consumo compulsivo, imponiendo con ella la idea de “maratonear” años antes de que se acuñara el concepto, Los Soprano marcó un hito apostando menos al impacto y a los ganchos narrativos que prometían resolverse en el capítulo siguiente (lo que en inglés se llama cliffhanger) que a la progresiva construcción de un universo complejo y poblado por personajes con matices, además de un desarrollo narrativo profundo y sin apremios –toda una subversión del frenetismo asociado a la pantalla chica– de las situaciones que enfrentaba el clan del mafioso Tony Soprano. Algo similar ocurre con Los santos de la mafia, la precuela filmada 22 años después del inicio de la serie creada por David Chase, quien aquí oficia como coguionista y productor.

Como en la serie, hay hombres y mujeres corridos de lo arquetípico, criaturas atravesadas por una particular visión del progreso, las dinámicas sociales y los vínculos familiares, cuyos conflictos se esconden bajo una coraza impenetrable. Lo que no hay es tiempo: dos horas quedan cortísimas para una película que, antes que complementar lo previo, persigue el objetivo de abrir nuevos horizontes, como si se tratara de un extenso prólogo de una serie por venir. Una muy distinta a la que fue. Es cierto que hay guiños, referencias y relaciones directas entre Los Soprano y Los santos de la mafia. Tan cierto como que la película de Alan Taylor (director de nueve episodios de la serie, además de tanques del tamaño de Terminator Génesis y Thor: Un mundo oscuro) es autónoma y presenta un ideario mucho más cercano al universo de gánsteres ítalo-americanos de Martin Scorsese o El padrino, con las relaciones de poder de la famiglia como ejes centrales de conflicto, que al de la serie que sirve como origen.

Incluso Tony –que en su etapa adolescente es interpretado por Michael Gandolfini, hijo del actor fallecido en 2013– ni siquiera es protagonista. Es, más bien, un testigo silencioso de los tejes y manejes del clan, además del dueño del punto de vista que adopta el relato. Desde allí observa cómo su tío Dickie (Alessandro Nivola) construye las bases de un imperio. Bases no exentas de sangre, en tanto las cosas se resuelven a los tiros o las trompadas. Casi todo, en realidad, se resuelve así en la zona de Nueva Jersey donde transcurre la acción. Que corran los últimos años de la agitada década de 1960 y primeros de la de 1970 sirve, además, para colar varios apuntes vinculados con revueltas sociales, la guerra de Vietnam y la segregación de los afroamericanos, una subtrama que aporta poco y nada y que parece estar allí para, como nueve de cada diez películas de Hollywood actuales, congraciarse con la agenda contemporánea.

Todo arranca con el regreso desde Italia del patriarca Aldo Moltisanti (Ray Liotta) junto a su flamante esposa, que no habla una palabra de inglés y tiene unas ganas bárbaras de “hacerse la América”. En casa lo espera uno de sus hijos, Dickie, que no tarda demasiado en ocupar el liderazgo, mientras funciona como referencia masculina para su sobrino Tony, quien lo ve como modelo debido a la zoncera absoluta de su padre y la pasividad de su madre. A medida que Dickie se adentre en las tinieblas de los negociados oscuros, Tony registra en segundo plano un arco dramático que va de la admiración y la candidez adolescente a la pérdida de la inocencia y la certeza del núcleo tóxico que anida al interior de su familia. Son, pues, aquellos traumas que el Tony adulto intentaba resolver en las inolvidables sesiones con su terapeuta, las mismas que lo ablandaban al punto de conmoverse con patitos bebés nadando en su pileta.