Los quiero a todos

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Cinismo después de los 30

El mayor elogio que puede recaer sobre Los quiero a todos se relaciona con su carácter libre y el efecto sorpresa que provocan algunas de sus escenas.

Basada en la propia puesta teatral de su director, la trama toma como pretexto la reunión de seis personajes que superaron los 30 años, propiciando una serie de diálogos y situaciones reales o ficticias donde se concilia el libre albedrío y la tensión entre los componentes del clan de amigos. Pero los personajes no están en la búsqueda de un autor sino que bucean en sus propias miserias –entre parejas en crisis, instintos maternales y recuerdos paternales– y un egoísmo a flor de piel que no disimula el carácter engreído y presuntuoso del sexteto.
En esos divagues existenciales, murmurados algunos y otros excedidos en su énfasis (donde el término "coger" tiene más relevancia en lo verbal que en lo visual), Los quiero a todos referencia a cierta temática "indie" del cine estadoudinense en su vertiente familia disfuncional, en este caso a través de un grupito de amigos locos, piolas, inquietos y supuestamente descontracturados que cargan con problemas. Allí Los quiero a todos, con escenas menores y otras de bienvenida libertad expositiva y temática, valiéndose de un clan actoral de fuerte impronta teatral, ofrece sus virtudes y defectos en dosis similares.
Una escena, al respecto, sintetiza al film de Quilici. Es aquella donde el grupo, registrado desde lejos por la cámara, baila en forma individual un simpático tema musical. Tal como lo hacía el grupo de The Players versus Ángeles Caídos (1970) de Alberto Fischerman, otro film que provenía de fuentes teatrales más que cinematográficas.