Los paseos

Crítica de Gabriela Mársico - CineramaPlus+

Los paseos, primer filme ficcional del director y guionista Esteban Tabacznik, narra el encuentro de dos jóvenes, Diego (Sergio Mayorkin) estudiante de arquitectura, librero y chofer de fin de semana, y Belén (Camila Peralta) estudiante de cocina, empleada doméstica y cuidadora de la señora a la que sacarán de paseo a bordo de un auto en el que recorrerán fugazmente una ciudad tan distante e inapresable como resultarán los mismos personajes.

Belén, una chica paraguaya de 28 años, trabaja como empleada doméstica en una casa de familia, y cuidando a una señora mayor los fines de semana, en otra. Estudia cocina para ser chef. Conoce a Diego, un chico de 24, que estudia arquitectura, aunque ha dejado los estudios por el momento, y trabaja en una librería, y hace de chofer los fines de semana para esa señora mayor que está al cuidado, justamente, de Belén. A partir del encuentro, Belén, gracias a Diego, accederá al mundo del arte, y de la arquitectura, ya que, a través de los viajes en auto, Diego oficiará de chofer y de guía turístico hablándoles sobre una Buenos Aires desconocida.

Si bien el filme no carece de belleza plástica y de fluidez narrativa, el problema que tiene es de concepción estética e ideológica, en el sentido de que nos encontramos con un pretencioso barniz poético que al tiempo de recubrirlo lo encapsula y no le permite fluir naturalmente. Lo poético, se sabe, no es nunca o al menos no debiera ser un elemento ornamental, es decir, un elemento agregado. Lo poético cuando lo es en esencia surge de las imágenes y de los sonidos, no necesariamente debiera aparecer por la añadidura de elementos bellos y poéticos, óperas, música de cámara o de imágenes que remiten a las artes plásticas, en este caso, un cuadro de Van Gogh, utilizado como elemento ilustrativo en vez de dramático.

El núcleo del problema del filme es que nos habla de lo que quiere mostrar, como los recorridos en auto por la ciudad, pero sin mostrarlo sino enunciándolo aún valiéndose de imágenes. Valga como ejemplo el tema de la cocina. Motivo recurrente en la línea del desarrollo del personaje femenino de Belén. Ella, antes de pelar una papa en frente de su maestro de cocina, verá imágenes que muestran lo mismo, “Los peladores de patatas” de Van Gogh. Y pronunciará en un francés de principiante, las instrucciones de cómo pelar una papa. Si con estas muestras refinadas se quiere mostrar cómo es el mundo de una aspirante a chef o vislumbrar una faceta del mundo de una empleada doméstica, se tergiversa el sentido de la historia, y la esencia misma de los personajes que al ser “embellecidos” artificialmente, pierden fuerza y contundencia, al adosarles ese aire poético y restándoles su esencia natural que los hace únicos y por eso genuinos y diversos.

El director debió haber mostrado al menos algunas de las tareas que provocan el agotamiento de Belén y que la llevan a estar siempre cansada al punto de quedarse dormida. Y quizás sea esa la razón, el agotamiento y el cansancio, por la se quedará dormida durante la proyección de un filme francés, o prefiera irse a dormir cuando Diego le propone ver un filme portugués de culto. Ya que la escena en la que Belén se queda dormida en el cine resulta un tanto reaccionaria o peligrosamente equívoca. No se trata de que Belén no tenga la disposición o la capacidad para disfrutar del arte o de la belleza, sino que responde a una razón estrictamente objetiva y material, cansancio físico y mental por el exceso de trabajo.

Así como Diego parece no encajar tampoco en el mundo de ella, donde todo es rigor y obligación, ese mundo terminará resultándole tan ajeno como sofocante, dos trabajos, estudio, horarios y rutinas inalterables que de algún modo irán minando la relación y distanciándolos al tener enfoques opuestos sobre sus vidas, es decir, sobre sus deseos y sueños. Lo interesante, sin embargo, del relato, es el encuentro, la convergencia de dos mundos distintos, de dos clases sociales que se entrecruzan, pero sin mezclarse nunca, ni entenderse, ni siquiera comunicarse del todo. Es decir que ni Belén termina de encajar en el mundo de Diego, su diletantismo y apatía contrastan fuertemente con la energía explosiva de una chica inmigrante que tiene que trabajar duro para sobrevivir, ni Diego, a su vez, encaja en el mundo de ella.

Por una serie de circunstancias, las mismas que desde hace décadas en la Argentina, llevan a los profesionales a realizar trabajos, rebusques, que nada tienen que ver con sus profesiones, Diego perderá su puesto de trabajo en la librería, el dueño decide despedirlo para “colocar” en su lugar a su hijo que ha abandonado la universidad, y también perderá su trabajo extra como chofer de la señora a la que Belén cuidaba, porque el dueño del auto debe venderlo por cuestiones estrictamente económicas. Y esa precariedad en el plano económico y laboral se reproduce en el plano de las relaciones humanas. Baste recordar la escena en la que Belén es “chantajeada emocionalmente” para no abandonar su trabajo de cuidadora.

El choque entre estos dos mundos, a través de sus protagonistas, nunca sucede. El relato al llegar al final pierde la fuerza y la contundencia que los personajes ya desdibujados van dejando en el camino. La sensación que nos queda de la historia es la de un vago recuerdo, esa sustancia inasible hecha de imágenes y sonidos que producen las calles de la ciudad mientras se la recorre a bordo de un auto. Como si los personajes y la historia que encarnan hubieran pasado ante nuestros ojos con la misma ligereza y fugacidad con la que se va dejando atrás el paisaje urbano.