Los olvidados

Crítica de Ezequiel Obregon - Leedor.com

Aguas turbias
En los últimos quince años se hizo evidente la intención de varios nuevos cineastas de mejorar las condiciones de producción del cine de terror nacional. Se trató de una búsqueda integral; no sólo había que contar con más fondos u optimizarlos, sino que además era necesario pensar al género a partir de la propia idiosincrasia. Aparecieron una serie de directores, guionistas y productores (los hermanos Bogliano, Nicanor Loretti, Hernán Moyano, Daniel de la Vega, Gabriel Grego y tantos más) que ampliaron el espectro del terror “hecho en casa”. Los olvidados (2017), de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, viene a sumar su grano de arena, esta vez transportando el modelo slasher (furor en el cine norteamericano de los ’80) a un territorio vernáculo.

En Los olvidados el escenario es un protagonista más. Se trata de las ruinas de la ciudad bonaerense de Villa Epecuén, tristemente célebre por una inundación de 1985 que la dejó sepultada y en estado de inhabitabilidad. Conocida y frecuentada antes del desastre por sus aguas termales, Villa Epecuén se transformó en el escenario de rodajes sobre relatos apocalípticos; tal es el panorama de su penosa (y potente) imagen. Hacia allí se trasladan seis jóvenes que filmarán un documental sobre esa ciudad. Son bastante estereotipados (está el “canchero”, el cineasta snob, el muchacho sensible y, obviamente, las bellas chicas que los acompañan), aspecto que refiere al slasher.

En el modelo genérico que adscribe el film están los aciertos y las debilidades. Por un lado, se hace evidente el profesionalismo puesto en los rubros técnicos, tanto en la imagen como en la banda sonora. Hay una serie de tomas cenitales que muestran las ruinas y a los personajes circulando por ellas, útiles para señalarlos como “conejillos de indias” puestos en las garras de un grupo de dementes sobrevivientes que se las arreglarán para asustarlos, primero, y desmembrarlos después. El problema es que más allá de las marcas nacionales no hay un reciclaje de formas sólido que le aporte al relato una vuelta de tuerca más significativa.

En cuanto a la creación de personajes, del lado de los villanos las mejores escenas son las que los muestran en su propia convivencia, antes de que pongan “manos a la obra”. Son secuencias en donde el patetismo y el delirio solapado le agregan al film una dimensión más grotesca y genuina, en oposición de lo que sucede con las víctimas. Se destaca el aporte de Mirtha Busnelli, en un rol bastante infrecuente y revulsivo.

Los amantes del género sabrán disfrutar de este cóctel de emociones fuertes. Los que no son tan fanáticos encontrarán un escenario muy bien explotado, que también recurre a la iconografía del arquitecto Francisco Salamone, imponente per se, espacio ideal para el clímax que llega sin demasiadas sorpresas pero, claro, con la contundencia a la que debe aspirar.