Los olvidados

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Epecuén era una fiesta

Ubicada a 530 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, la localidad de Villa Epecuén supo ser uno de los puntos turísticos más importantes del interior profundo de la provincia de Buenos Aires gracias a sus aguas termales de alta salinidad, hasta que en noviembre de 1985 ocurrió lo que ocurre cuando la negligencia y la desidia meten la cola. Después de años de obras públicas truncas y promesas incumplidas, las lluvias intensas provocaron el desborde de la laguna y el posterior hundimiento del pueblo bajo siete metros de agua. Tal como recuerda Josefina Licitra en su muy buen libro El agua mala, recién con las obras para evitar el ingreso del caudal realizadas a mediados de los ‘90 el nivel empezó un descenso progresivo que, quince años después, dejó al descubierto el esqueleto del pueblo donde supieron vivir más de mil quinientas personas y veranear casi 25 mil por temporada. Desde entonces Epecuén se ha convertido en objeto de series fotográficas e innumerables notas periodísticas, además de locación ideal para rodajes necesitados de escenarios distópicos, tal como ocurre en Los olvidados.

No deja de ser una iniciativa loable imaginar una ficción allí, sobre todo en un país con un cine de género (terror, pero también comedias) acostumbrado a borrar cualquier marca de tiempo y espacio concretos. En ese sentido, el film de los hermanos Nicolás y Luciano Onetti (los mismos de Sonno profondo, Francesca) encuentra su principal mérito en la imposibilidad de trasladar las particularidades de su desarrollo en un lugar distinto al que sucede. El tema es que las particularidades no son demasiadas, puesto que la estructura, el tono y la búsqueda estética son típicas de las slasher movies, subgénero que desde La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974) viene construyendo un largo linaje de familias retorcidas que despachurran jóvenes como mecanismo para acallar los traumas del pasado, y que aquí encuentra su encarnación argenta en el grupo encabezado por Mirta Busnelli.

Los protagonistas son tres hombres y tres mujeres cortados con las tijeras del estereotipo que llegan hasta Epecuén para filmar un documental sobre una joven que huyó durante la inundación y recién ahora vuelve por primera vez. Las cosas empiezan a salir mal muy rápido para ellxs, con la rotura de la manguera de nafta primero y la aparición de lugareños con supuestas intenciones de ayudarlos después. Uno a uno irán cayendo en las fauces de la familia, que como base de operaciones usa el matadero diseñado por Francisco Salamone en la década de 1940. Ver en pantalla grande la majestuosidad expresionista, casi mefistofélica, de la obra de aquel arquitecto maldito redescubierto en los ‘90 y conocido entre los cinéfilos por el segmento de Historias extraordinarias es uno de los módicos placeres que entrega esta película “geográficamente” original, pero demasiado para parecida a otras tantas.