Los ojos de Tammy Faye

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

A mediados de la década de 1980, Jim Bakker y Tammy Faye Messner eran los dueños absolutos de un imperio mediático y comercial desde el cual extendían a todo el mundo su prédica religiosa de raíz evangélica. El ancla de esa gigantesca organización era una cadena de televisión llamada Praise the Lord (PTL), que por primera vez en la historia recurría al poder y los recursos de la tecnología satelital para extender más allá de lo imaginado los alcances del ascendente modelo de predicación cristiana por TV en Estados Unidos.

Desde que se conocieron a comienzos de los años 60, Bakker y Faye construyeron con la perspicacia para explotar esa oportunidad creciente su versión del sueño americano. Primero con un show itinerante de títeres para chicos y más tarde con la idea de armar una versión religiosa del exitoso show nocturno de Johnny Carson, la pareja no solo descubrió su lugar en el mundo. Lo hizo a través de un mensaje en el que decían que Dios alentaba a las personas a no desdeñar el dinero o los bienes materiales. No estaba mal volverse rico, en especial cuando se referían a ellos mismos. Así pedían a los fieles, creyentes de la TV como si cada pantalla fuese una iglesia, generosas contribuciones que usaban en una vida de lujos y ostentación mientras seguían proyectando nuevos negocios, sobre todo inmobiliarios.

Los matices más interesantes de esta historia aparecen completamente desaprovechados en la película, estructurada de una manera muy elemental a partir de la fórmula convencional de mostrar el origen, el crecimiento, el apogeo y la caída de sus protagonistas. Cada personaje aparece definido en el crecimiento de sus ambiciones por un puñado de trazos y señales tan poco sutiles y tan explícitas (sobre todo por el modo en que se describen las tentaciones) que en algún momento asistiremos al derrumbe inevitable de un castillo de arena.

El truco se revela al final, cuando los rostros de los personajes reales (también aparecen los famosos evangelistas Pat Robertson y Jerry Falwell) se contrastan en una pantalla dividida con los actores que los encarnan. En vez de hacer una representación de los hechos, se buscó algo que no tenía sentido: la imitación lisa y llana de las figuras verdaderas en una suerte de versión dramatizada, chata y superficial, del largometraje documental que le dio origen.

Detrás del aire ingenuo y kitsch de su retrato, Faye es el único personaje de la película que, de manera tan forzada como todo lo demás, muestra signos de redención al enseñar una sensibilidad y un espíritu de apertura (sobre todo con los gays en los durísimos primeros tiempos del sida) que contrasta con el rígido fundamentalismo de las corrientes evangélicas predominantes.

Tapada por un frondoso maquillaje, completamente irreconocible, Jessica Chastain parece encaminada a ganar el Oscar por este papel. En realidad, el premio debería otorgarse a quienes lograron darle ese aspecto, detrás del cual podría esconderse o disimularse el rostro auténtico de cualquier actriz.