Los miembros de la familia

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Una localidad balnearia de la costa atlántica bonaerense fuera de temporada: en este escenario caro a los afectos de tantos jóvenes cineastas argentinos transcurre Los miembros de la familia. Pero si bien se inscribe en esa tradición de historias mínimas protagonizadas por personajes con cierto grado de apatía, el segundo largometraje de Mateo Bendesky se despega de esa genealogía esquivando la solemnidad y apelando a un sutil sentido del humor.

Los que llegan a una invernal casita cercana a la playa son Gilda y Lucas, que emprendieron el viaje para cumplir con la última voluntad de su fallecida madre: que sus restos sean arrojados al mar. Pero una huelga de transportes los obliga a permanecer anclados en ese lugar por tiempo indeterminado. Una situación por demás incómoda, porque entre ellos dos el vínculo está roto y ahora estarán obligados a reconstruirlo. Y porque en esa casa flota el fantasma de una muerte trágica.

Una de las virtudes de la película es que poco de lo que les sucedió a este adolescente y su hermana mayor está verbalizado: casi nada se explica, sino que tenemos que ir deduciéndolo o imaginándolo. Y como entre sí son poco más que extraños, van descubriéndose uno a otro -y a sí mismos- al mismo tiempo que los espectadores. La intriga no sólo es cuál es el pasado de esta dupla sino, en definitiva, quiénes son. Algo que ni ellos mismos saben.

Este viaje de autoconocimiento -se trata, al fin y al cabo, de una historia de iniciación- está enriquecido por elementos que le dan vuelo a la gris cotidianidad. Las escenas oníricas de Lucas, el esoterismo de Gilda y algunos jugueteos con la tecnología son los condimentos que le dan un sabor diferente, menos convencional, a las peripecias de los hermanos.

El humor -negro, absurdo, seco- surge tanto de la extrañeza de esos elementos como por la incomodidad de los personajes, que nunca pisan sobre seguro. Se mueven en un terreno donde nada está garantizado, ni siquiera los lazos familiares.