Los locos Addams

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Los locos Addams": volver a empezar

La versión 2019 ofrece un nuevo comienzo, previa pulida generacional y con una lectura políticamente correcta.

Si hay algo que no puede negársele al animador y realizador Greg Tiernan es su habilidad para alternar proyectos de lo más variados: luego de años de dedicarse casi exclusivamente a la serie de tevé preescolar y ferroviaria Thomas y sus amigos se unió a su colega Conrad Vernon (Shrek 2, Madagascar 3) para comandar el largometraje de animación para adultos La fiesta de las salchichas. De nuevo juntos, la dupla es la encargada de llevar a las pantallas, por enésima vez, la creación historietística de Charles Addams para The New Yorker, transformada en hito cultural luego de la celebérrima adaptación televisiva de los años 60. Franquicia reconocible y económicamente viable nunca muere: luego de al menos tres versiones cartoon para la TV y el reinicio cinematográfico de los años 90, Los locos Addams versión 2019 ofrece un nuevo comienzo, previa pulida generacional y políticamente correcta. Aquí los teléfonos celulares son ubicuos –siempre fuera de los confines de la mansión Addams, desde luego– y el mensaje es claro como el agua desde el minuto uno: no hay nada de malo en el hecho de ser diferente.

El prólogo de diez minutos describe el apurado casamiento entre Morticia y Homero y su expulsión del pueblo a manos de un enfurecido grupo de ciudadanos armados con palos, antorchas y horquetas, primera en una serie de referencias directas al Frankenstein de James Whale. Luego llegará el descubrimiento de un manicomio abandonado y la “adopción” de Largo, coronada por la composición en vivo del popular tema musical de la vieja serie. Títulos y elipsis. Pericles, el menor de los Addams, practica tiro al blanco con minas explosivas y su hermana Merlina se solaza en un solitario nihilismo montada en las ramas de un árbol movedizo. Todo tranquilo en la zona, excepto que una decoradora de interiores y estrella de la televisión –creadora de un pueblo rosado y de habitantes eternamente felices– descubre la sombría presencia del castillo familiar en el fondo del paisaje urbano, génesis de uno de los conflictos centrales de la trama. El otro desacuerdo esencial es el de la púber Merlina, quien comienza a manifestar un anhelo irrefrenable por abandonar el encierro y comenzar una vida allá afuera.

No hay nada excesivamente horrible en el film de Tiernan-Vernon y el tétrico diseño de los personajes es realmente bueno, pero todo parece haber sido concebido bajo los designios de la repetición de fórmulas, conceptos y tipologías, con referencias culturales fácilmente reconocibles (entre las musicales, Green Onions y Everybody Hurts, utilizadas sin demasiada imaginación) y una obsesión por el movimiento constante, una suerte de “efecto Minions” un tanto molesto. El resto es tan previsible como claramente diseñado para los más chiquitos de la platea: acción, una pizca de peligro, gags visuales a granel y la felicidad a la vuelta de la esquina, cuando los habitantes del pueblo descubren que los “raros” tal vez sean ellos y no esos locos y excéntricos vecinos.