Los hijos de Isadora

Crítica de María Bertoni - Espectadores

La elocuencia de la danza en general y de una obra de Isadora Duncan en particular constituye el eje central de Los hijos de Isadora, coproducción franco-surcoreana que recuerda una característica distintiva del cine y del baile: la apuesta a la capacidad comunicativa y conmovedora del movimiento dirigido. No es un dato menor que también sea bailarín el autor del largometraje, el bretón Damien Manivel.

A pesar de la campaña que la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer impulsó en 2017, los diccionarios de la lengua castellana siguen sin contar con un término representativo de la condición de quien pierde a un hijo, como Viudo para quien pierde a su cónyuge o Huérfano para quien pierde a sus progenitores. Esta suerte de vacío semántico se repite en otros idiomas, acaso por respeto a la convicción popular de que la muerte de un hijo provoca un dolor inenarrable, que rechaza todo intento de definición.

Quizás consciente –incluso víctima– de esta limitación verbal, Duncan canalizó a través de la composición del unipersonal Mother el duelo por el deceso de sus dos niños en un accidente automovilístico absurdo. «Mi danza se encontraba dormida hacía siglos y mi pena la despertó» escribió en sus memorias.

A lo largo de tres episodios, Manivel recrea –y de esta manera analiza– la coreografía que la bailarina estadounidense diseñó en 1921. Un relato gira en torno a la preparación teórica y física de una joven danseuse (interpretada por la parisina Agathe Bonitzer); el otro aborda los ensayos de una niña con síndrome de Down y su maestra (las también francesas Manon Carpentier y Marika Rizzi); el último capítulo se centra en el impacto que esa segunda representación causa en una espectadora mayor de edad (la coreógrafa jamaiquina Elsa Wolliaston).

La elección de tres protagonistas tan diversas le rinde tributo a la máxima duncaniana «Cualquiera puede y debe bailar; es bueno para el cuerpo y para el alma». Por otra parte, esta decisión narrativa ilustra la envergadura de un dolor que conmueve a todo ser humano, sin distinción de edad, y la capacidad de Mother a la hora de expresarlo.

Por si la categoría cinematográfica de Danza filmada existiera, vale aclarar que Los hijos de Isadora la desborda mientras cruza permanentemente la frontera entre ficción y documental. Si hubiera que etiquetar el film de Manivel, podríamos imprimirle el sustantivo Ensayo y calificarlo como una aproximación sensible al duelo más temido y lacerante, y a la vez como un justo homenaje a la Maestra Duncan.