Los cuerpos dóciles

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

El abogado de la calle

Hay más de un mérito en Los cuerpos dóciles. En principio, el hallazgo de un personaje de evidente singularidad, el abogado penalista Alfredo García Kalb, dedicado mayormente a defender a aquellos que la justicia argentina persigue con particular saña: los acusados de delitos contra la propiedad que no cuentan con demasiados recursos económicos para afrontar un proceso con chances de ser absueltos.

García Kalb conoce el lenguaje y los códigos de la calle, también las mañas habituales en los tribunales. Se dedica a trabajar en un ámbito que buena parte de sus colegas descarta. Tiene carisma, es tesonero y se mueve con soltura frente a la cámara. Es él quien sostiene el relato, con plena conciencia de ser el protagonista. Pero la película también funciona como llamado de atención sobre el funcionamiento de un sistema judicial que desde siempre ha operado de acuerdo con la pertenencia de clase. Tomando como eje el juicio a dos acusados de robar una peluquería, este documental austero y preciso desnuda algunas irregularidades del proceso y, de paso, abre la discusión sobre la eficacia real de un sistema penal dedicado al castigo, más que a la declamada reinserción social. Si la exclusión es una de las causas más evidentes del crecimiento del delito en el país, también queda claro que las políticas puramente punitivas no son una solución real del problema. García Kalb lo sabe de sobra y le pone el cuerpo y la cabeza al asunto. Con su particular estilo, desmañado, alejado de toda formalidad, pelea en un terreno difícil, donde suele tener todas las de perder. Sabe que en un estrado la palabra de un efectivo policial puede tener más valor que la de un civil imputado y se esfuerza por hacérselo entender a sus representados.

Conscientes de la riqueza del personaje, Matías Scarvaci y Diego Gachassin se asoman también a la vida privada de este abogado inusual que también es ocasional baterista de rock y parece tener con sus tres hijos una relación llana y lúdica. Es él, acostumbrado a enfrentarse -y también a convivir de la manera más política posible- con el poder institucional, quien en algún momento se quiebra y confiesa su impotencia. Aduce simplemente estar cansado de la realidad que lo rodea, y no hay manera de no identificarse con ese gesto de agotamiento, salvo que se elija la evasión, ese antídoto que la sociedad de consumo nos inocula a diario sin pausa, a un ritmo cada vez más acelerado.