Los caballeros

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Cuando el cine es una cáscara vacía

Las peripecias verbales de un dúo de facinerosos, que bien podrían ser guionistas de cine, es el único rasgo de interés en una película vacía.

Con el cine de Guy Ritchie se sufre. Es imposiblemente insoportable. Desde el primero de sus títulos (Juegos, trampas y dos armas humeantes, 1998) al más reciente. Ni qué decir cuando le adosan críticas con adornos tarantinianos o cosas parecidas, como si se tratara de un autor contemporáneo, un fenómeno, o no se sabe muy bien qué. Todo hay que decirlo, sus dos variaciones sobre Sherlock Holmes con Robert Downey Jr., no están nada mal. Tal vez debido a la injerencia del productor Joel Silver. Como si en esas dos películas hubiese sido maniatado y obligado a respetar la narración.

De su cine más reciente, puede decirse que El agente de C.I.P.O.L. le calzó como guante con su guerra fría actualizada, impostada aun en sus momentos mejores –porque algo de sintonía (fría, eso sí) hay que reconocer a la dupla compuesta por Armie Hammer y Henry Cavill–. En El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada se encargó de destrozar uno de los mitos más hermosos que existen o existían. Nada que decir de la abominable Aladdin.

Lo que sobresale en Ritchie es –tomado este término con mucha ligereza– un “estilo”. Un estilo dedicado a nadar en la epidermis del recurso técnico. Puesto que los tiempos cinematográficos pueden demorarse y estirar, Ritchie los despliega en extenso con diálogos aparentemente ingeniosos, que horadan un hueco sin fondo. Nada hay para extraer. Lo mismo en la planificación minuciosa de los planos, cuyas acciones dan cuenta de una coreografía vacía. La acción puede ser un parpadeo veloz, también lenta y estilizada. O reiterada de estas dos y más maneras. Y porque sí.

De todos modos, hay que reconocer que algo de rima cinematográfica hay en Los caballeros. A ver, apenas. A grandes rasgos, la película se dedica a los pormenores en la vida de Mickey (Matthew McConaughey), un traficante de marihuana que encontró la manera perfecta de erigir su imperio, a la vista y escondido de todo Londres. Le ayudan aristócratas decadentes, quienes ofrendan sus castillos como fachada, a cambio de sostener sus privilegios de clase. Mickey sabe cómo. Pero hay intereses encontrados y en competencia. Si uno da la espalda, el otro le asesta un tiro. Así comienza, de hecho, la película.

En verdad, la historia es otra. Y tiene que ver con la relación que entabla el chantajista Fletcher (Hugh Grant) con Ray (Charlie Hunnam), uno de los secuaces de Mickey. Es el diálogo entre ellos, su duelo verbal, el que dispara los resortes de la historia. A la manera de dos guionistas hundidos en su trabajo. De hecho, Fletcher se presenta así, con un guión cinematográfico en la mano, y pide luz, cámara y acción, a la vieja usanza. El proyector aparece en el diálogo, como un acto consciente por parte de la película.

De este modo –y en virtud del desenlace y su última secuencia–, bien vale ver Los caballeros como las vicisitudes jugadas entre dos escritores de cine, mientras enhebran una historia a la que buscan tantas vueltas de tuerca como pueden, poniendo a prueba el verosímil, en busca del final mejor. Cuando Fletcher anuncie la aparición del proyector pretérito –que ya nada tiene que ver con el que guarda cualquiera de las salas donde se exhibe esta película–, estipula un juego cruzado, que hace de Los caballeros una propuesta lúdica. Lo que entre ellos se narre bien podría ser sólo un efecto visual dado por las apariencias, por la realidad cada vez más consistente que establecen sus ocurrencias, desafiados como se encuentran por el entuerto narrativo propuesto.

Todo bien con esto. Pero lo que anida es poco y nada. Otra vez, el escarbar desde tanto efectismo visual y verbal como se pueda, para arribar a no demasiado, si es que algo efectivamente asoma. En Los caballeros no faltan las alusiones cinéfilas, si bien pobres. Una de ellas es autorreferencial, con gente de cine y la inclusión del póster de El agente de C.I.P.O.L. Otra, caprichosa, remite a La conversación, la obra maestra de Francis Ford Coppola que Guy Ritchie no se toma demasiado en serio. Es más, la banaliza. ¿Por qué?

En directores como Ritchie el cine es un mero acto reflejo, un tren de atracciones epidérmicas. Habida cuenta de la insistente relación que entre él y Quentin Tarantino se plantea, habrá que señalar que a diferencia del inglés, en Tarantino hay una asunción cinematográfica nada gratuita. Tarantino ama el cine. Ritchie, en cambio, es una acumulación de presuntos estilemas. Adorna el encuadre y las actuaciones como gestos vacíos. Es entendible que desprecie La conversación y se vanaglorie a sí mismo: la película de Coppola es ejemplo suficiente del cine que Ritchie no es.

Si al realizador inglés todo parece importarle lo mismo, en este sentido habrá que leer también su retrato de las diferencias de clase, de la cuales su cine evidencia poco afecto. Puesto que la caricatura asoma como rasgo predominante, también lo será con quienes habitan los costados sociales más empobrecidos. Entre ellos, hay un “entrenador” (Colin Farrell) que cuida en su gimnasio de los menos favorecidos, mientras presuntamente les enseña destrezas físicas o algo así. Pero un grupo de ellos parece haber entendido todo mal, y asalta una de las dependencias de Mickey. Lo hacen con cámaras online y pasos de hip-hop. Bien se podría pensar en ello como un arrebato narcisista, pero también como una reacción social al más poderoso. Sin embargo, la película lo toma como evidencia graciosa de sí misma: sobre los créditos del final va a reiterar ese mismo video, además de poner en su lugar a los jóvenes díscolos.

En síntesis, hay un par de momentos en donde el ingenio puede ser puesto a prueba sobre cómo los hechos finalmente son. Pero sólo eso. Mediante un desfile de personajes que compiten entre sí, como variaciones de una misma galería. El cine, la pantalla, les oficia de vidriera. Sólo eso.