Los años más bellos de una vida

Crítica de Silvina Rival - Subjetiva

En 1966 Claude Lelouch ganaba la Palma de Oro en Cannes con Un hombre y una mujer. Casi seis décadas después, el realizador propone una secuela con los mismos actores. Personajes de ficción, actores de carne y hueso, realizador y el propio cine vivencian un ocaso. Un gran ejercicio sobre la memoria, la reconfiguración del pasado y la posibilidad del amor como motor del presente.

Pero lo cierto es que Los años más bellos… no es la primera secuela de Un hombre y una mujer, en 1986, Lelouch estrenaba Un hombre y una mujer, 20 años después. Sin embargo, no estamos frente a una tercera entrega. El director francés oblitera la versión de la década del 80 como si nunca hubiera sucedido permitiendo que la historia se despliegue en función de un encuentro que se hizo esperar 56 años. Pero no es un “como sí” total. En esta versión de 2019, ciertamente Anne y Jean-Louis no han vuelto a tomar contacto después de su fallido romance. Esto es así por lo menos si lo miramos desde el registro de la realidad de la historia. Pero Lelouch se las ingenia para citar (o contemplar) aquella segunda versión en algún nivel de la ficción, en detalles sutiles que se cruzan en las nuevas vivencias de los protagonistas.

¿Qué resta de aquel corredor de automovilismo y guionista que se conocen en una temprana viudez? No mucho en apariencia, pero una inmensidad en términos afectivos. Jean-Louis padece Alzheimer y vive en una residencia geriátrica. Al parecer, sus recuerdos menos fluctuantes giran en torno a quien fue su gran amor. Por su lado, Anne es dueña de una tienda y vive con su hija y nieta. A pedido del hijo de Jean-Louis, Anne decide ir a visitarlo. De alguna manera, viven esta segunda oportunidad que por momentos es romántica, por otros torpe, cómica o trágica. Algunas veces Anne es Anne, otras veces es una mera visitante que promete ayudarlo a fugarse y cada tanto es solo una nueva residente que se presta a conversar con él. El estatuto va variando en función de la retención de los recuerdos de Jean-Louis.

Tal vez el mayor acierto de la película sea la idea de que los recuerdos se configuran de más de una manera. Jean-Louis no puede narrar su experiencia, como cualquier persona que ha perdido su memoria. Justamente ese es un logro que Anne conserva, por ello su nieta le pide que relate una vez más como conoció a su abuelo. Pero si bien, en Jean-Louis, la experiencia se escinde de una narración, esto no quiere decir que no recuerda nada. Jean-Louis posee un almacenamiento de imágenes amorosas de Anne, de su juventud con ella –que ç son además imágenes de la película Un hombre y una mujer-. Así, él recuerda, en imágenes en movimiento, la experiencia amorosa pero ahora resulta complejo articular esas imágenes con el presente. Podría decirse que, por momentos, Lelouch abusa un tanto de esas tomas de la película del 66. Este exceso es lo que le da una impronta nostálgica que permanentemente hace peligrar el ímpetu proyectivo y positivo del encuentro amoroso. Sin duda, la inclusión desmedida de estas tomas, es lo que provoca que sea difícil en ciertas ocasiones adjudicar el punto de vista de quien recuerda. A veces es claramente Jean-Louis, a veces puede ser Anne, otras parece ser Lelouch, como una suerte de representante del cine que se recuerda a sí mismo en esa década gloriosa. Ya sabemos que el cine dentro del cine siempre implica una puesta en abismo, una mirada en bucle. Una película mira una película y, al hacerlo, nos interpela como un espectador que mira cine, que recuerda también en imágenes y que comprende que hay eventos que ya no pueden volver.

Según Víctor Hugo, “Los años más bellos de una vida son los que aún no hemos vivido”. ¿Por qué Lelouch elige esta cita para abrir su historia? ¿Por qué elegiría una idea que permanentemente parece poner en entredicho? El director comprende que sostener esta frase de Víctor Hugo no es tan sencillo y que no puede entendérsela de manera categórica. La película no trata de ratificar o rectificar la idea sino de captar la paradoja y contradicción en ella. La cita tiene dos sentidos. El primero es literal y apela a vivir positivamente esperando lo mejor. Es bonito, pero no aplica cuando ya no me restan más que cinco minutos de vida; es viable, pero bajo ciertas condiciones. El segundo sentido, tiene que ver con considerar que la vida es un puro devenir, lo que para Deleuze sería lo Abierto, el todo, la duración. En este sentido, los años más bellos de una vida son los que estoy transitando ahora, son estos. No son los pasados, sino los que se dejan arrastrar en un fluir. Porque solo en el presente, ancla la idea de que lo mejor está por venir. No interesa el futuro en sí, sino la constatación de la belleza del sentimiento del presente respecto de lo venidero. De alguna manera, Lelouch quiso captar esa complejidad. Y es por ello que Jean-Louis recita el poema de Boris Vian “No quiero morir”. En un pasaje dice: “no quiero morir sin conocer los monos de culo pelado devoradores de trópicos, las arañas de plata en el nido trufado de burbujas”. Siempre hay un motivo para no querer morir, para seguir amando, para visitar lugares remotos, para encontrar “el rayo verde” como en una película de Rohmer.

LOS AÑOS MÁS BELLOS DE UNA VIDA
Les Plus Belles Années d’une vie. FREANCIA, 2019.
Guión y dirección: Claude Lelouch. Intérpretes: Anouk Aimée, Jean-Louis Trintignant, Souad Amidou, Antoine Sire. Música original: Francis Lai Calogero. Dirección de fotografía: Robert Alazraki. Montaje: Stéphane Mazalaigue. Duración: 90 minutos.