Los amantes

Crítica de Mariana Mactas - Crítica Digital

Porque el amor es una herida absurda

La cuarta película de James Gray cuenta un triángulo de amor excéntrico que conmueve muy lejos del sentimentalismo.

El de James Gray es un caso curioso. Con 39 años, este director hizo sólo cuatro películas, que pueden alardear de construir un estilo. El de un autor maduro, con sus temas predilectos, sus obsesiones y una clara idea de la forma como contarlas. Porque Gray tiene mirada, una virtud que no se enseña en las escuelas técnicas ni se compra con Mastercard. El director al que han llamado “el Scorsese ruso” deslumbró a la crítica con su ópera prima Little Odessa, un estupendo relato, seco y sangriento, centrado en los códigos de la mafia rusa en Nueva York. Acá no se vio, pero sí se estrenó La traición y, el año pasado, esa otra muestra de su capacidad para lo intenso que es Los dueños de la noche. Esa película hablaba de otros códigos enfrentados, esos que tensan y potencian sus imágenes. Allí también estaba su actor, el hoy retirado de la pantalla –para dedicarse al rap– Joaquin Phoenix, que en Los amantes, quizá su última película, compone al conflictuado Leonard Kraditor. Hijo único de una familia judía de Brooklyn, Leonard está de vuelta en el nido después de un derrape emocional que –intento de suicidio incluido–, lo llevó a un diagnóstico de bipolaridad y de allí a la mesa servida por mamá (Isabella Rosellini como idishe mame de las que escuchan detrás de la puerta).

Está, entonces, la familia y sus tradiciones como mandatos, expresados en una casa-puesta en escena cinematográfica –“¡cuánta nostalgia hay aquí!”, dirá un personaje al entrar en ella–. Y está, afuera, la ciudad, la playa melancólica Brighton Beach, el extra Manhattan inmigrante y una Nueva York bella pero alejada de la postal, ventosa y áspera, en la que los trenes chirrían y ensordecen como los furiosos colectivos porteños al borde de la chatarra. Entre la asfixia uterina y la urbana se mueve el vulnerable Leonard en el principio de este cuento de amor excéntrico. Y James Gray se arremanga para el esfuerzo artístico: remar contra el sentimentalismo en aguas del melodrama.

Leonard cederá al empuje familiar que quiere unirlo a Sandra, hija de los Cohen, a punto de fusionarse con la tintorería de su padre y así asegurarles un futuro a todos. Sandra es la chica correcta, la indicada, una mujer dulce que adora La novicia rebelde y que le ofrece amor incondicional, del de dejarse querer. Entonces aparece la vecina díscola, Michelle (Gwyneth Paltrow), la rubia misteriosa, mantenida por un hombre casado, que lo vuelve –otra vez– absolutamente loco de amor.

Los elementos de Gray para contar este triángulo son sutiles. Tienen que ver con la ambigüedad de cada personaje, todos rarísimos y atractivos a su manera, gente acerca de la que queremos saber más desde la primera vez que la vemos. Antes que personajes para su historia, a Gray le interesan Leonard, Michelle y Sandra por sí mismos. La tensión que produce el juego entre lo que sabemos de ellos y lo que les pasa le da un vigor a la película que lleva de la nariz hacia el desenlace: ¿aguantará la medicada estabilidad de Leonard semejantes sacudones del corazón?, ¿se estrellará cuando quiera abrazar a la volátil Michelle, como todo indica?, y ella, ¿lo condenará a ser el eterno mejor amigo?. Gray no se permite el humor y quizá se lo toma todo demasiado en serio. Por eso el absurdo del asunto se revela como parte indisoluble del hecho de estar vivo. Inteligente y bella, Los amantes cuestiona las convenciones cercanas a nuestro cotidiano, como aquellas que dicen que queda mejor decirse “fotógrafo” que confesarse hijo del tintorero del barrio, sin caer en lugares comunes de que los locos son los otros. La mirada de Gray es elegante porque toma distancia. Así prueba que la sensiblería es innecesaria. Que con un lenguaje seco y actuaciones naturales se puede hablar en serio del amor y del dolor.