Los amantes

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La película más impredecible del año resulta ser también una de las más hermosas. Aunque el director James Gray parezca decirlo en voz apenas audible, muchos de los planos de Los amantes, imbuidos de una inusual elegancia nocturna, aparentan sucederse prácticamente a su aire, encantados y perplejos, casi como si reprodujeran la lógica secreta que rige el universo de los sueños. Sabíamos algo hasta ahora, no demasiado en verdad, del modo particular del director para trabajar. Solamente cuatro películas en catorce años: demasiado poco para llamar a la extraña trayectoria de Gray una carrera. Con el desapego y la indiferencia de un dandy (digámoslo: nadie triunfa en Hollywood de ese modo), con su cuidado extremo por las formas y su particular atención al acabado de sus películas, que se recuerdan como bellos fragmentos desperdigados en el tiempo, el director parece no cejar, mediante el cultivo de una insultante renuencia, en constituir un caso notable de baja productividad, quizá a la altura del de Terence Malick. A su modo un descubridor de mundos, desde aquel habitado por los gélidos gángsters de Cuestión de sangre, pasando por el de los policías de Dueños de la noche, hasta el de la clase media de judíos inmigrantes de Nueva York en Los amantes, siempre es posible encontrar en sus películas grupos cerrados anudados a un lenguaje, a una serie de códigos, al centelleo particular de los gestos que los distinguen. Las familias de Gray se miran a sí mismas, se atraen entre sí sus integrantes, se repelen y se imantan, se cuecen en el caldo de sus propios humores y aspiraciones.

Pero en Los amantes, el director introduce como nunca antes el elemento externo, la figura espectral de lo otro, una especie de locura, deliciosa y desestabilizadora en partes iguales y complementarias. Leonard (un Joaquin Phoenix inspiradísimo, dicen por todos lados que en el que podría ser su último trabajo para el cine) tiene impulsos suicidas y sus padres se dedican a no sacarle el ojo de encima, ahora que ha vuelto al hogar después de una misteriosa internación, naturalmente temerosos de que tenga una recaída. De hecho, en el comienzo nomás lo vemos dejarse caer a las oscuras aguas heladas del Hudson con la gracia de una bailarina. La película de Gray podría ser un estudio acerca de cierta autoridad terrorífica del amor, al que se describe en Los amantes como un sentimiento arbóreo, capaz de no dar tregua, de ramificarse hasta el infinito, y que viene a encontrar en la tradición y en la institución familiar los vehículos más idóneos para ejercer su soberanía. El personaje de Phoenix vive entre las paredes de su hogar rodeado del cariño y la comprensión de sus progenitores, y la inesperada maestría del director consiste en mostrarle al espectador simultáneamente las dos caras de ese amor familiar, protector y agobiante a la vez, casi castrador diríamos, sin que en ningún momento se alcance a ver del todo la diferencia entre una y otra. En una oportunidad, Leonard se topa con una vecina y se queda prendado de ella pese a que sus padres preferirían para él otra candidata, la hija de un matrimonio amigo con el que su padre planea hacer un negocio salvador. Los amantes se dedica menos a describir la indecisión de Leonard entre las dos mujeres que a cartografiar el modo en que se las apaña sin que se le mueva un pelo para querer en la práctica a ambas por igual. Descripta así, la película tiene toda la pinta de ser una comedia pero no lo es. Michelle, la chica que vive al lado de su departamento y a la que Leonard conoce cuando debe sacarla de un apuro refugiándola durante unos minutos en su casa, parece representar la fuerza del amor erótico, con toda su carga de extrañeza y de inquietud. En tanto la bella Sandra, la chica que le está destinada, noble y buena como ella sola, constituye la compañera ideal que podría sin embargo llevar sus vidas a una ruina de conformismo y hastío. La amargura que la película sostiene de manera admirable en un estado de latencia apenas visible proviene de la sutil conciencia de ese final que se sugiere inexorable.

A los tonos cálidos, entrañables, y también curiosamemente asfixiantes de la casa de los Kraditor (la familia de marras), el director les opone una serie de hermosas escenas de la ciudad de Nueva York de noche, en las que, como si se tratara de una verdadera aventura, Leonard es capaz de mostrarse completamente desinhibido haciendo reír a las amigas de su vecina mientras viajan en auto hacia una disco. Enseguida, ya dentro del boliche y reafirmando la idea del carácter de espacio liberador que tienen los lugares públicos de la película, Phoenix tiene un lucimiento actoral y físico notable en una extraordinaria secuencia de baile, en la que se pone a hacer piruetas como un loco ante la algarabía general. Se trata de pasajes de una enorme gracia y felicidad, con lo que la película de Gray adquiere un tono agridulce demoledor que le permite elevarse en toda su contundente e inconsolable ambivalencia. Es que con Los amantes, Gray demuestra ser un cineasta bastante más sofisticado de lo que aparentaba hasta ahora (que no era poco). Los mundos clausurados y compactos de sus películas anteriores se cargaban casi inmediatamente del espíritu de desesperanza un poco automático y sumario derivado del realismo de cierto cine norteamericano de los setentas del cual el director parecía un beneficiario más o menos dilecto. Los amantes muestra la sospechosa legitimidad de ese pesimismo heredado, pero al mismo tiempo, en un movimiento lleno de audacia que acaso se convierte en la marca magistral definitiva de la película, es capaz de entregar un happy ending perfectamente plausible desde el punto de vista narrativo, pero que no deja de exhibir su carácter oscuro e incluso falso. Como un prestidigitador que desacelera los movimientos de sus manos para que podamos apreciar mejor el truco, el director esgrime al final la banalidad reparadora de la trama pero se aviene a permitirnos que podamos conjeturar también su revés, por lo que el estatuto de máquina esencialmente fraudulenta del cine industrial se revela de pronto en toda su brutalidad mientras el film se precipita hacia una perturbadora zona de ambigüedad prácticamente única. Gray hace una película que no deja de comentar el mundo y sus misteriosos dobleces, a la vez que podría estar haciendo del cine el verdadero objeto secreto de su mirada.