Los actos cotidianos

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Fantasmas de Ituzaingó

Hace una semana iniciamos la crónica del nuevo tríptico de Raúl Perrone que este jueves se estrenará en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, con la mirada puesta en la primera película de la entrega, Luján (2009, AM18), gran filme sobre la soledad existencial de un octogenario, que a su modo sintetiza la indefensión de una clase social y su destino casi inexorable. Será el turno ahora de abordar las siguientes películas que forman el trío: Los actos cotidianos (2010, AM18) y Al final la vida sigue, igual (2011, AM18). Esta vez sí se trata de una obra continua, acaso una misma película dividida en dos capítulos, que como el título indica aborda la cotidianeidad de una familia de Ituzaingó, seguramente descendiente de otros personajes de filmes previos del mismo Perrone (más precisamente Don Galván, protagonista de La Mecha, y de su mujer Ofelia).

El cine de Perrone es mucho más complejo de lo que sugieren su economía de medios y conflictos: es un cine que registra poéticamente el mundo (y su devenir) para pensarlo, cuantas veces sea necesario. Por eso, la apuesta ahora pasa por volver a la intimidad de las familias de Ituzaingó para ver cómo se han modificado sus existencias, registrar sus nuevas dinámicas cotidianas, entender sus pesares, problemas e ilusiones. Si en Luján había un protagonista definido, aquí los personajes se expanden: tres generaciones conviven en Los actos cotidianos y Al final… bajo un mismo techo, una típica casa del conurbano bonaerense, un universo desconocido para la gran pantalla. No lo es por supuesto para Perrone, que se concentra en los espacios internos de esta casa y los filma con un cuidado y una distancia sumamente amorosos, una familiaridad infrecuente que confirma el sello de su cine, la extinción de toda frontera entre el documental y la ficción. Son personas reales las que pueblan sus películas, así como también el universo que atrapa y narra.

Aquí, los protagonistas principales son la treintañera Soledad y su hermano Bebo, de su misma edad. La primera es una madre soltera y desocupada, que pasa sus días atendiendo a su pequeño hijo y espiando al mundo a través de las novelas de la televisión. Su hermano también es padre separado, aunque la división social de roles le permitirá otra vida y otra (aparente) libertad: podrá salir con los pibes del barrio, y cada tanto volverá con noticias sobre sus aventuras nocturnas, sobre los conflictos de la barra con la policía y la Justicia, o con verdaderos novelones amorosos. El trabajo será una de las grandes ausencias de este díptico: como los mismos personajes, constituye un horizonte fantasmal, siempre difuso e incierto, ajeno a las expectativas cotidianas de nuestros protagonistas. Y es que Perrone registra en realidad las ausencias (como afirma Quintín en un muy recomendable texto que acompañará la edición de este tríptico) que constriñen la vida de estos seres arrojados a la intemperie, ausencias de los sistemas institucionales y económicos que brindan posibilidades y expectativas, que ordenan la vida en un horizonte simbólico, otorgador de sentido e identidad. Es por eso que la inmovilidad signa la existencia de estas personas, que sólo pueden buscar en la TV o en alguna aventura fugaz lo que no encuentran en sus propias vidas.

Como se verá, el fuera de campo cobra una importancia superlativa, que se enfatizará aún más en Al final la vida sigue, igual, donde Perrone podrá salir ya de los espacios cerrados para filmar el mundo circundante y comprobar el atraso civilizatorio del espacio urbano. Otros personajes tendrán protagonismo: la madre de Sole y su hermana, o también los niños (y su mirada, sugerida en fuera de campo por el sonido de un juguete infantil), que parecen ser los únicos con derecho al disfrute y el placer (aunque los adultos puedan acceder al cigarrillo, ya omnipresente). Aparecerá también la religión como refugio para la soledad y la tristeza; y en algún momento Bebo se irá de casa para vivir con su nueva novia, aunque envuelto en viejos conflictos, mientras que la Sole podrá tener su propia historia de amor con un amigo, el joven Emiliano, que sin embargo carga con una mujer encinta a cuestas. Serán cambios mínimos en una rutina inquebrantable, inscripta en un tiempo eterno, cíclico y opresivo. Los claroscuros de los espacios internos se irán acentuando, y las caras y los cuerpos serán ganados progresivamente por las sombras hasta volverse fantasmales (con lo que se Perrone vuelve a recordar a Costa): el plano final, con la aparición ya decididamente espectral de Don Galván, sugiere el destino irremediable de nuestros protagonistas, desaparecer en la bruma sin derecho a réplica.

Por Martín Iparraguirre