Los 8 más odiados

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

DE ODIOS Y CINEFILIA

Toda nueva película de Quentin Tarantino (1963, Knoxville, EEUU) es celebrada por cinéfilos jóvenes y no tanto como si se estuviera ante una nueva oportunidad de pasarla bien entre amigos: movimiento, colorido, humor paródico, reencuentro con viejos conocidos (actores algo olvidados), canciones con onda, guiños al cine clásico de acción, al pulp y al comic. De hecho, en entregas de premios y otros eventos públicos el propio guionista-director suele verse alegre e informal, desprolijo incluso, como salido de una fiesta. Por otra parte, su cinefilia es contagiosa, y hay en él algo de posmoderna despreocupación, juvenilismo y una suerte de celebración de la cultura estodounidense, lo que incluye desde el amor al western hasta el rogodeo con la violencia (cuando no hace mucho tuvo que elegir las mejores películas de la historia del cine, a pedido de Sight & Sound, once de las doce seleccionadas –como puede apreciarse aquí– eran estadounidenses).
Su nueva película se desarrolla pocos años después de la Guerra de Secesión (1861/1865) en nevados parajes de Wyoming, donde van encontrándose y enfrentándose ocho personajes inescrupulosos, ávidos de venganza y de dinero. Extensa, dividida en capítulos y con influencias diversas (Leone, Peckinpah, Hitchcock, Agatha Christie), Los 8 más odiados reúne virtudes y defectos.
Lo mejor:
– El admirable trabajo de dirección de QT. Aunque en largos tramos se habla mucho y no se sale de la cabaña-refugio (mercería, dice el subtitulado), no hay resolución con la cámara o la luz que parezca insustancial. Sea para revelar un gesto, para ayudar a la caracterización de un personaje, para insertar una seña que contribuya a la intriga, o para crear tensión en ese ambiente cerrado, planos y movimientos se advierten siempre funcionales. Barridos con cámara subjetiva representando la mirada de Warren (Samuel L. Jackson), o enfoques y desenfoques en una misma toma para poner atención a lo que ve Daisy (Jennifer Jason Leigh), son buenos ejemplos del rigor puesto en la realización, con la contribución de Robert Richardson como director de fotografía (evitando la habitual luz plana que convierte a muchas películas en largos avisos publicitarios). En tiempos de cámara en mano con dudosa planificación previa, Tarantino reivindica el poder dramático de un plano bien pensado o un travelling empleado en el momento preciso. No queda más que desear que alguna vez filme un buen guión ajeno.
– Las bellas escenas en exteriores, sobre todo las de la diligencia con sus caballos al galope en medio de la nieve.
– La eficaz construcción del suspenso en el penúltimo capítulo.
– La música del maestro Ennio Morricone, con ese olor a western trágico y a cine de los ‘60/’70.
– La autoridad de Kurt Russell y Samuel L. Jackson para los retruécanos y la malicia, la mirada de Bruce Dern, el desparpajo animalesco de Jennifer Jason Leigh y la gracia apenas sobreactuada de Walton Goggins.
– Las idas y vueltas en torno a la supuesta carta de Abraham Lincoln a Warren (Jackson), con la realidad, la leyenda, el humor, el deseo, la admiración y la idealización confundiéndose, como suele ocurrir en la Historia misma.
Lo peor:
– La innecesaria y algo ridícula visualización de los castigos infligidos por Warren a Chester, el hijo del general Smithers (Dern), mientras los relata.
– Las deslucidas actuaciones de Tim Roth y Michael Madsen.
– La desconcertante hiperquinesia de las mujeres en el penúltimo capítulo.
– Cierto grado de sadismo y la crueldad de algunos asesinatos, en general cometidos imprevistamente (rasgos de todo el cine de QT, en realidad): lo discutible, en todo caso, es la insensibilidad con la que los personajes celebran esos actos de violencia. Es cierto que las actitudes racistas, las antinomias políticas y la sed de venganza parecen exceder esa época y esos personajes, como si algo del espíritu de EEUU latiera en el seno de Los 8 más odiados, pero esos jubilosos estallidos de violencia no conducen demasiado a la reflexión.