Locos por los votos

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Animales políticos

Locos por los votos es una de las películas más graciosas del año y al mismo tiempo termina dando un poco de pena. ¿Tiene un costado triste? No (en realidad sí, pero de esto hablaremos más adelante). Lo penoso -el término tal vez sea un poco exagerado- es que esta sátira de Jay Roach (director de la saga de Austin Powers ) desanda en su tramo final todo lo mordaz, lo irreverente, lo políticamente incorrecto que había mostrado hasta entonces. Y lo hace de un modo deliberado, demagógico, complaciente: como si a último momento se hubiera arrepentido o asustado de sus transgresiones.

El centro son dos políticos en disputa por llegar al Congreso: Cam Brady (Will Ferrell) y Marty Huggins (Zach Galifianakis). El primero es demócrata; el otro, republicano. Pero la película casi no hace foco en sus diferencias. Al contrario: los iguala en su condición de seres idiotas, pusilánimes, indolentes y, sobre todo, manipulables: por corporaciones y jefes de campaña. Brady y Huggins son, en síntesis, dos tipos vacíos, dos hombrecitos, pero feroces e inescrupulosos en su lucha por alcanzar el poder, al que quieren llegar para beneficio propio o para aplicar la lógica de Hood Robin: quitarles a los pobres para darles a los ricos.

Con inteligencia, Roach no se ensaña sólo con estos dos personajes (interpretados con talento por Ferrell y Galifianakis), sino con la sociedad entera. Entre la ironía y el cinismo, la película se estructura en base a gags dinámicos y a un guión muy pulido, estilo sitcom, con chistes disparados de a ráfagas; humor de ametralladora: plano en el que los estadounidenses resultan imbatibles.

Hay varias secuencias antológicas. En una, Huggins (hijo de un millonario que lo desprecia; marioneta de un asesor de imagen omnipresente y de poderosos lobbistas) se sienta a la mesa familiar y les explica a su mujer y a sus dos hijos pequeños -solemnes, prolijos, obedientes- que a partir de entonces los medios adversos les buscarán defectos para generar escándalos. Les pide que confiesen, en pacífica intimidad, si alguna vez han cometido alguna pequeña transgresión. El salvajismo de lo que se escucha a partir de entonces parece salido de la boca de Borat...

En los spots, un mero bigote alcanza para vincular al adversario político con Saddam Hussein y Al Qaeda; y un perro/mascota de raza china sirve para hacer macartismo. A mayor vileza, mayor intención de voto. Brad, un mujeriego compulsivo (estigma Bill Clinton), repite las palabras “Estados Unidos, Jesús y libertad”, sin saber bien de qué habla. La apología del uso de armas y las muestras de intolerancia con los inmigrantes son bienvenidas por el electorado. Se trata, apenas, de una parodia: triste.

Pero Locos... nos propone reírnos de nuestra pobre idiosincrasia y de la ajena. El problema, como se dijo al comienzo, es que en última instancia termina perdiendo su ferocidad, buscando la redención de los protagonistas. Acaso, sólo acaso, cumpliendo con el mandato de alguna corporación a la que no toma como objeto de burla.