Llamas de venganza

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Mucho fuego para quemar muy poco

La segunda versión de la novela Firestarter de Stephen King carece de elaboración y desdibuja los límites del género terror.

Basta el nombre de Stephen King para acercarse al libro, película, cómic, serie, que lo refiera. Por eso, ¿cómo negarse a ver Llamas de Venganza? Segunda versión de la novela Firestarter, la primera había sido protagonizada por la niña Drew Barrymore y su elenco incluyó los nombres de Martin Sheen y George C. Scott, bajo la dirección de Mark Lester (el mismo de Comando, con Schwarzenegger). Realizada en 1984, se inscribió en un cine donde los relatos de King ya tenían un esplendor suficiente. Entre los grandes títulos, hay que citar Carrie (1976) y Christine (1983) –de los maestros De Palma y Carpenter–, más la parada obligada en el Overlook Hotel de Kubrick en El resplandor (1980). Y también la genial Creepshow, con guión de King y dirección del padre del zombie moderno George Romero.

A propósito de la Firestarter original (conocida como Ojos de Fuego), vale pensar en el derrotero actoral de la pequeña Barrymore tras el ET de Spielberg, quien antes de zarpar a su hogar sideral le dice: “Be good!” (¡Sé buena!). La Barrymore hizo todo lo opuesto. Interpretó películas tempranas de terror (luego de Firestarter continuó con otra incursión en el mundo King: Los ojos del gato) y participó en muchos escándalos. Pero eso ya es parte de otra historia (sobre las vidas turbulentas del clan Barrymore).

La nueva versión de Ojos de Fuego ahora se titula Llamas de Venganza. ¿Vale hacer una remake? Sí, es consustancial a la historia del cine norteamericano, no implica novedad. En todo caso, se trata de actualizar historias desde otras aproximaciones, con un cariz distinto, a veces de maneras más logradas. Aquí, justamente, todo lo contrario. La nueva Firestarter es un plomazo, burda y poco elaborada, perfilada desde la anécdota más sencilla, sin ganas de indagar en sus personajes y lograr cierta complejidad.

A grandes rasgos, lo primero que sobresale es el cambio de rumbo en cuanto al género. La primera se relaciona con el cine de terror de la época, cuya lista de títulos debe incluir, entre otros, a La furia (1978) de De Palma, película subvalorada y no necesariamente de terror, pero coincidente en su elección de la telequinesis (ya presente en Carrie) para el nudo argumental. Pero la nueva Firestarter se aleja de este mundo y recala, de alguna manera, en el de los superhéroes. Aun cuando no se trate, taxativamente, de una película de superhéroes, todo parece relacionarla así; como si fuera, tranquilamente, una suerte de spin-off de alguno de los personajes superdotados de X-Men.

Hacia principios de los ’80, el género de terror todavía tenía en las pantallas una presencia importante y autónoma. No es que esto no suceda ahora, pero no está muy claro cuáles serían, desde el relevo, tales películas, cuál su relieve. Ahora es el tiempo de los superhéroes, y el terror parece estar encapsulado en franquicias que bien vendría remover o hacer explotar de una vez por todas. (Parece que esto está felizmente a punto de suceder, de la mano de David Cronenberg con Crímenes del Futuro). En este sentido, Firestarter se codea entonces con el nuevo género de los súper seres, sin terminar de asumir del todo su maquillaje.

Padre e hija se esconden para salvarse.
De este modo, se narran las peripecias que padre e hija (Zac Efron y Ryan Kiera Armstrong; de paso, esta piba está muy lejos de saber ocupar los zapatos de su predecesora, nadie como la Barrymore) deben sobrellevar para no ser descubiertos. ¿Por quiénes? Por cierta agencia que experimentó con papá y mamá. Jóvenes entonces, la pareja manifestaba predisposición hacia la telequinesis y la manipulación de cerebros ajenos. Científicos con fines no muy claros los investigaron, les practicaron pruebas, y la combustión sexual les hizo dar a luz una niña capaz de prender fuego lo que mirara. A partir de allí, hubo que huir. La única virtud de la película es que todo esto ya sucedió, que la huida todavía ocurre, y que la niña está a punto de liberar su ira ante los compañeritos de escuela, cuyo bullying se vuelve intolerable.

Por las dudas, la relación con Carrie termina donde empieza, ya que aquí no hay clima de religiosidad intolerable ni madre enfermiza, aun cuando sea contra ella (Sydney Lemmon) con quien la pequeña manifieste el enojo mayor. Pero no es mucho más que esto, no hay una complejidad pretendida, sólo un fluir de acciones poco convincentes en sus enfrentamientos y resoluciones, tan previsibles como los gestos ceñudos de la malvada de turno, la Capitana Hollister (Gloria Reuben). A lo que se suma el rostro un poco más ajado pero siempre carilindo de Zac Efron, a quien los traumas parecen apenas rozar sus facciones Disney. Hace falta más dolor, y por muy grande que pueda ser la tragedia en algunos de los personajes, nada de esto hay en la película. El dolor, la rabia, son consustanciales a King, y hay que saber lidiar con ellos.

Hay otro dato, y es de interés. En la banda sonora participa John Carpenter, director (entre otras obras maestras) de Christine, película admirada por el propio King. Los fraseos del teclado de Carpenter generan inmediata relación, por citar un gran ejemplo, con los de Halloween. De hecho, la tipografía y color utilizados para los credits refuerzan un halo carpentiano. Pero es sólo un decorado, un ornamento que no alcanza siquiera a respirar el cine puro de este gran director.