Llámame por tu nombre

Crítica de Marina Yuszczuk - Las 12 - Página 12

El arco que describen la mayoría de las historias de amor desde la primera mirada de deseo hasta la dolorosa extinción quizás tenga menos variaciones de las que una podría imaginarse, y por lo tanto mostrarlo una vez más y revestirlo de una intensidad especial –o, sobre todo, hacer que tenga la relevancia de un verdadero descubrimiento– es más difícil de lo que parece. Por eso uno de los mayores méritos de Call me by your name, la película de Luca Guadagnino basada en un guión de James Ivory (basado, a su vez, en la novela homónima de André Aciman), es trabajar con lo absolutamente previsible y al mismo tiempo filmarlo como un acontecimiento trascendental, capaz de revolver en lxs espectadorxs cada amor, cada dolor, no en el sentido que les hayamos dado una vez que terminó la historia sino en las impresiones vívidas que marcaron cada una de sus etapas. Que los protagonistas de ese amor sean dos chicos, un adolescente que vive en Italia llamado Elio (Timothée Chalamet) y un universitario estadounidense, Oliver (Armie Hammer), hermosos como dioses griegos, no hace necesariamente que esta historia sea la de un amor gay pero sí la carga de una intensidad extra: la del secreto, o de esa atracción fulminante que tiene lugar en el verano de 1983 mientras todos están pensando que Elio y Oliver se bañan juntos o pasean en bicicleta como dos amigos.

De más está decir que, para retratar un momento paradisíaco, Guadagnino filmó el paraíso. Ese norte de Italia soleado y rebosante de vida, la casa enorme pero no lujosa de los padres de Elio, el ambiente intelectual en el que todos están inmersos, los cuerpos elásticos y esculturales de los jóvenes que en algún momento se comparan con estatuas helénicas, los durazneros cargados de fruta en el jardín: hay una plenitud en todo lo que rodea a Oliver y Elio, una saturación tan alta de belleza y de placer que parece como si la naturaleza, el arte mismo, el país, se hubieran conjugado para ofrecer a manos llenas el mejor escenario posible para el amor que deberá nacer. Ese mundo luminoso produce un efecto hipnótico a lo largo de las más de dos horas que se toma Guadagnino para recorrer el espectro del deseo, pero también y sabiamente, esconde cierto peligro en ese exceso. Porque desde el principio la película, que sigue paso a paso la relación entre los chicos desde la llegada de Oliver hasta su partida –y un poco del invierno que viene después–, hace foco en la manera en que el visitante devora un huevo pasado por agua durante el desayuno o se toma en dos tragos un vaso de jugo de duraznos; Elio todavía es demasiado joven y mira todo sin saber lo que está viendo, pero esa sensualidad, esa potencia devoradora de Oliver es algo que en su momento lo va a llenar de angustia.

También es interesante en este punto la búsqueda de Elio entre cuerpos distintos, primero con una amiga, Marzia (Esther Garrel), con la que practica algo así como la mímica del enamoramiento -el sexo después de la fiesta, los besos en un callejón- y después con Oliver; la pobreza de una experiencia frente a la sublimidad de la otra hacen que en la película aparezca una verdad del amor tan poco frecuentada como es su costado intolerable, esa contradicción por la cual la intensidad de una pasión debe apagarse como se apagan esas estrellas que forman agujeros negros. Y por más que Call me by your name se trate de un amor de verano y de juventud, las líneas se amplían: es el padre de Elio, progre hasta lo milagroso, casi como un dios compasivo –como ese dios que nos atreveríamos a imaginar sabiendo que no existe–, el que recoge la experiencia del hijo y la pone en perspectiva, como si la película fuera una fábula en la que no se puede aprender del amor sin aprender también a llorar frente al calor de ese fuego.