Llámame por tu nombre

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El escenario es un refugio maravilloso donde el tiempo parece suspendido. Elio es un adolescente que se deja llevar por la languidez del verano y la dulzura de una vida sin dificultades materiales. Apenas comenzadas sus vacaciones en una hermosa villa en el norte de Italia, su padre recibe a un joven profesor de filosofía llegado de Estados Unidos que viene a instalarse en la gran casa familiar. El espíritu refinado y la ligera arrogancia de Elio, que navega con facilidad entre las culturas italiana, francesa y americana, se ven perturbados por la presencia distendida de Oliver. Entre justas verbales, tanteos y pequeñas provocaciones, la película prepara lentamente el terreno para la eclosión del deseo y del amor. El director se rehúsa a hacer de la melancolía adolescente o incluso del descubrimiento de su sexualidad un motivo central alrededor del cual giren los acontecimientos. La singularidad de la película se nutre de una sensualidad desinhibida y feliz. Llámame por tu nombre se confunde con el fabuloso paisaje de la campiña italiana, con una indolencia que irradia belleza pura de forma natural.

A imagen del padre de Elio, que está presente de un modo discreto, el director nos hace cómplices de los juegos de seducción, de los deseos y del nacimiento de la historia, con una ligera distancia. Guadagnino encuentra el tiempo necesario para construir una relación más emocional que intelectual, partiendo del retrato de una familia cuyo confort es comparable con su riqueza espiritual. Una escena resume de un modo notable esta mezcla de cuerpo y espíritu: Oliver y Elio pasean por el pueblo, se detienen en un lugar y comienzan a hablar de historia caminando alrededor de una estatua. La cámara los sigue con un plano secuencia tan discreto como vertiginoso que expresa en un solo movimiento todo lo que se juega entre ellos. El director consigue en este momento un equilibrio sutil que nunca abandona la película, desde las intensas escenas eróticas hasta otras tan ligeras como los torpes pasos de baile de Oliver intentando seguir el ritmo de “Love my Way” de The Psychedelic Furs.

Timothée Chalamet es una fabulosa revelación y Armie Hammer, su partenaire ideal. Ambos protagonizan una historia de amor única. Los seres más próximos reconocen la belleza mágica de la relación y tienden a protegerlos: los silencios de Amira Casar, una declaración de amor de Esther Garrel o el monólogo lúcido y reconfortante de Michael Stuhlbarg. Los fundidos elegantes, los matices musicales y la extraordinaria fotografía de Sayombhu Mukdeeprom (un habitual de Apichatpong Wwerasethakul) conforman un refinamiento formal que se confunde con la simplicidad como fuente de grandes emociones.

El epílogo invernal ofrece un contrapunto de una dulzura absoluta, paradójicamente lírico y abiertamente melodramático. Un pequeño milagro que nos deja la sensación de haber presenciado una burbuja temporal tan sólida como fugaz, capaz de evocar la melancolía de un momento sin subrayar su naturaleza efímera. La película termina y aflora el deseo de querer volver, pasar un poco más de tiempo con ellos, prolongar ese verano infinito.