Little Joe: el negocio de la felicidad

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Lo que se cuenta aquí transcurre en el presente y en una geografía más o menos reconocible situada en el corazón de la Europa anglosajona, aunque lejos de las urbes más hiperpobladas, pero bien podría ocurrir en un futuro que el cine imaginó muchísimas veces. Sobre todo a partir de la rigidez, la planificación metódica y los comportamientos mecánicos que impone la vida cotidiana dentro de un laboratorio.

Frío, esterilizado, ajeno desde su diseño de proporciones exactas a cualquier riesgo de contaminación externa, el lugar parece determinar a partir de sus rutinas y procedimientos cómo serán las relaciones y los vínculos entre las personas que lo ocupan. Al no haber casi un “afuera”, toda la realidad posible o imaginable se configura a partir de esas reglas tan precisas.

También lucen el mismo escrupuloso esmero los vistosos y pausados travellings que emplea la directora austríaca Jessica Hausner para acercarse, aunque manteniendo siempre alguna distancia, a sus personajes: científicos consagrados a la manipulación genética de plantas que no podrán reproducirse, pero parecen estar en condiciones de cumplir otro propósito a primera vista más virtuoso: extraer de una de esas especies, a través del polen, un aroma capaz de mejorar el estado de ánimo de las personas y hacerlas sentir mejor, más felices.

Hasta que en un momento, después de observar reacciones inesperadas al contacto con el experimento, surge la pregunta inevitable ¿Estamos ante una situación potencialmente inmanejable? ¿Qué hacer cuando la voluntad empieza a quedar sujeta a una manipulación que parece haber escapado por completo del control de sus artífices?

Filmada en 2019, Little Joe se anticipa en su trama a palabras y situaciones clave (virus, contagios, inmunidad) que poco después dominarían desde una inquietud bien real y concreta la agenda global. No hay aquí riesgos mortales para los infectados, sino el sometimiento de la voluntad por un factor exógeno que puede transformar a una persona hasta hacerla irreconocible para sus afectos más cercanos. Es el temor que se potencia en Alice, una de las científicas responsables del proyecto, que antes de que todo ocurra le expresa a su terapeuta el medio a que el vínculo con su hijo adolescente se le vaya de las manos.

Mientras describe con meticulosa precisión todos estos cambios, Hausner plantea interrogantes sobre el destino de las relaciones humanas, los límites de la manipulación genética, los efectos de ciertas adicciones que parecen imperceptibles (y a la vez falsamente inocuas) y, en definitiva, sobre nuestra aparente falta de voluntad o criterio para tomar decisiones en libertad.

El mundo en el que se mueve la directora resulta tan frío y desangelado que parece difícil extraer de la conducta de los personajes gestos o estímulos de mínima empatía con quien mira desde afuera todo lo que se cuenta. Hausner no es David Cronenberg: en vez de comprometerse con el impacto humano de un cuadro tan perturbador prefiere mostrarlo de un modo mucho más aséptico, convencida de que es posible imponerle al cine las coordenadas de un experimento científico.