Lina de Lima

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

FUERZAS CONTRAPUESTAS

Lina examina las remeras, aún en sus perchas, que la dueña de casa le dejó sobre la cama para que se lleve y, de golpe, se detiene en una foto. Allí están la mujer y la nena que cuida, un bebé en ese momento, con globos y guirnaldas de cumpleaños. Tras unos segundos, la cámara realiza un travelling horizontal sobre todos los portarretratos colgados en la pared, como si se tratara de fotogramas aislados de una película muy personal. Disparadores que activan los recuerdos más arraigados y que traen consigo nostalgia. La música empieza a adueñarse de la escena, mientras la tenue luz de la habitación se apaga y, en su lugar, resplandecen neones azules, rojos y verdes sobre un cortinado que cubre la puerta del fondo del vestidor. Tanto las demás prendas en los barrales como los estantes con accesorios y zapatos enmarcan a una Lina enfundada en un vestido color plata y producida que canta, desde la profundidad de las entrañas, como repitió la historia de su madre dejando al hijo para trabajar en otro país y como lloró, al igual que siendo niña, por esa ausencia que nunca terminó de recomponer. Cuando finaliza el tema, todo recupera su forma, como si jamás hubiese existido o, tal vez, como si nunca hubiera sido expuesto.

Es que los musicales irrumpen en Lina de Lima como bocanadas de aire en medio del sofoco hasta que la acumulación de imágenes de Facebook, la momentánea pérdida de la cama en la pensión o la avería de la pileta, por ejemplo, conllevan a otro quiebre. Pero lejos de estereotipos o sentimentalismos, este recurso la muestra como una mujer poderosa, deseante y con el corazón abierto en pos de conseguir su objetivo: construir la casa propia, enviarle dinero a la familia y darles un futuro más prometedor; aún a costa de dejar de pertenecer. Porque lo que deja en evidencia María Paz González es que la protagonista, al igual que los últimos arreglos de la casa nueva de sus empleadores, está atravesada por dos fuerzas contrarias: la construcción y la demolición, ya sea por la complicidad con la niña a la que cuida o por la distancia con su familia, el hogar, las costumbres y el territorio. Ella puede adaptarse a vivir en un cuarto con otras personas, disfrutar de una tarde acostada en el pasto con la chica mientras les cae agua de la manguera o ir a bailar con la prima para alejar la soledad, pero algo le queda vedado, como si estuviera incompleta o escindida y no lograra colmar semejante falta por más que merodee en su búsqueda.

Sin embargo, hay una escena donde ese desfasaje desaparece casi por completo. En una fecha especial, ella y Mauricio, el mismo inmigrante que ocupó su lugar en el cuarto por error y que habla otro idioma, cenan juntos. Esa noche es la última que comparten, luego de que él la ayudara a reparar un imprevisto importante. Aún sin comprenderse, cada uno le transmite al otro sus miedos y recuerdos. Se hermanan en un abrazo y en los gestos, en el vagabundeo por un espacio que no es el propio, alejados de lo que les da identidad. En ese momento, ambos se funden en uno. Hasta el día siguiente, donde volverán a ser dos desconocidos más dentro de la misma marea, intentando afrontar obstáculos con la ilusión de poder recuperar, de una por todas, la olvidada completitud.

Por Brenda Caletti
@117Brenn