Licorice Pizza

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Una relación contradictoria y encantadora

La nueva película del director de Magnolia y El hilo fantasma recrea la Californa de los ’70 desde la mirada de una pareja joven, de entusiasmo desorientado.

A grandes rasgos y si se arriesga un análisis, puede decirse que el cine de Paul Thomas Anderson tuvo su bisagra entre Vicio propio (2014) y El hilo fantasma (2017). En la filmografía comprendida entre Sidney –su ópera prima de 1996– y The Master (2012), se apreciaba una depuración formal, de carácter progresivo y abstracto. Esto no significa que Anderson prescindiera de una historia, sino que el relato adquiría cada vez más un vuelo propio, casi desgajado de la historia. Y ésa es una feliz situación, también un riesgo. Por eso mismo, ¿quién puede decir sobre qué versa, concretamente, The Master, encerrada como está en su juego de espirales y situaciones espejadas, conducente a un posible retrato de la cienciología como así también de las secuelas traumáticas de una experiencia bélica?

The Master es una película que se explica a sí misma mientras se desdice. Inasible. Entonces, ¿cómo seguir? En ese sentido, la novela de Thomas Pynchon fue la elección perfecta de Vicio propio, con la cual finalmente quitar los resabios de explicaciones o fórmulas tendientes al relato “legible”. Desde ya, se trata de una puesta en escena extraordinaria, que vuelve a su director –en ciertos aspectos muy cercano a la poética de David Lynch– uno de los autores contemporáneos relevantes. Por las dudas, si de contar historias se trata, cualquiera de sus películas lo hace, tanto Boogie Nights, Magnolia o Vicio propio. Solo hay que dejarse llevar por la experiencia.

¿Dónde y cómo encaja, entonces, Licorice Pizza? Habrá que necesariamente pensarla como consecuencia de la experiencia casi manierista (de contrapunto con Vicio propio) que fue El hilo fantasma. Vale decir, tras consumar la película extrema, por abstracta y alucinada, en Vicio propio, El hilo fantasma devolvió mesura. Licorice Pizza ofrece ahora una situación intermedia, siendo como es una película tan organizada como potencialmente subversiva. El nuevo film de Anderson elige, para ello, una relación de amor (casi) adolescente. Gary (Cooper Hoffman, hijo del actor fallecido Philip Seymour Hoffman) tiene 15 años, Alana (la también música Alana Haim) lo supera en una década, y los dos viven una amistad cercana al amor, en el Valle de California de principios de los ’70. Él la busca, ella rehúye, pero de algún modo u otro, allí cuando más alejados estén, se acercan. Ésta es la fuerza motriz, de acción y reacción, de la película, contenida en el acercamiento/alejamiento/acercamiento de sus protagonistas. En función de esta premisa habrá de operar la rítmica de las situaciones y la dinámica de sus secuencias, cada una de ellas alrededor de un eje temático que puede estar relacionado con las experiencias de trabajo, las parejas respectivas, el ámbito social/familiar de cada uno (esbozados de maneras suficientes), dibujados a través de una serie de elementos que permite el acercamiento a una época ida, de manera lúdica y no menos crítica.

En este sentido ofician la estructura familiar, el rol policial, el ardid político, la legalización de los pinball, el ardid publicitario y las camas de agua, las estrellas otoñales de un Hollywood narcisista, el periodismo ladino. Cada una de estas cuestiones son, de todos modos, abordadas de manera tangencial, si es que no funcionan como disparadores de algo más. Es decir, no hace falta ser explícito sobre ellas, el cine de Anderson posee una poética propia que transforma lo que toca. Lo que en todo caso importa –porque es éste el lugar donde el film hace pie– es la relación entre ellos dos. Todo lo demás es un escenario que puede también extrañarse así como volverse pintoresco en sus momentos más complejos, pero siempre a partir de la mirada de Alana y Gary. Un procedimiento por lo demás habitual en el cine de Anderson (Petróleo sangriento, notable) pero sobresaliente en Embriagado de amor, esa otra película romántica con la cual Licorice Pizza comparte una afinidad mayor.

Así como sucede en aquel film, a Licorice Pizza se la podría torpemente pensar como una comedia; pero no lo es. Antes bien, hay momentos o pasos de comedia justos y precisos para que la película escape de lo previsible. El recurso logra una atmósfera de ensueño, en donde la progresión de las situaciones funciona como un cúmulo de evocaciones, que bien podrían haber sucedido en un orden diferente. Lo que está claro es que ellos dos se atraen y no saben muy bien por qué no son pareja. Mejor aún, cuando la película está a punto de alcanzar una resolución formal trillada, la desvía con una caída de slapstick frente a una fachada de cine contradictoria (con el 007 de Roger Moore en marquesina).

Alana y el personaje que compone Sean Penn en una noche alocada.
Por otra parte, Licorice Pizza desprende varias cuestiones, ligadas a una iconografía atractiva –recrear los ’70 y con una banda sonora impagable: no sólo con el mejor rock de vinilo (por eso el nombre de disquería del film) sino también con música compuesta por Jonny Greenwood– pero teñida de cierto desencanto: la imagen de Nixon, la mención de Vietnam, la crisis del petróleo, la hipocresía política, la simulación de los castings para cine y televisión, la homosexualidad escondida. Es decir, Licorice Pizza no es una película fascinada consigo misma sino un retrato prudente, lleno de cine y energía (juvenil, contenida en esos rostros ciertos y ajenos a la pedagogía plástico-digital que hoy circula), con la mirada justa y distante como para saber observar con atención los pliegues de una época para destinarlos, como debe ser, al presente inmediato: se nota por qué Paul Thomas Anderson es un gran director.