Licorice Pizza

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Paul Thomas Anderson da vida en “Licorice Pizza” al romance escurridizo de dos jóvenes en una California retro.

Un amor y una película juegan a no serlo en Licorice Pizza, filme con el que Paul Thomas Anderson consuma un cine ideal. Finta, mirada, contención, respiración, forma, movimiento: una cualidad casi retórica conduce el lazo entre Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman), que por más de dos horas conversan y actúan con la autoconciencia de una pareja cinematográfica; de todas las películas, pero en especial de las de Anderson, que concibe aquí una síntesis calidoscópica de su obra expansiva.

Gary es un adolescente exestrella del espectáculo y es interpretado por el hijo de Philip Seymour Hoffman, cuyo rictus recuerda estremecedoramente al padre, ícono de varias películas del director: a partir de esta inversión biológica, Licorice Pizza puede pensarse precuela del cine entero de Anderson, que tampoco casualmente se sitúa en California, donde él nació: cita afín a la de .

Pero, a diferencia de la película de Tarantino, aquí el cine permanece sigilosamente latente: hay fotos, hay casting, hay filmación, hay títulos de películas y una marquesina, y sin embargo la historia va por otro lado.

Las caras de los protagonistas son vírgenes para la gran pantalla a pesar de su matriz pop: a la ya citada condición filial de Hoffman se suma la pertenencia de Alana al grupo de rock Haim.

Esa frescura colabora con la recreación de un exterior californiano de la década de 1970 que es paradójicamente un sueño sin tiempo y hacia el interior del cine: de los cigarrillos y las camisas a cuadros al azul metálico de un Pontiac, de la irreal luminosidad diurna a las fachadas y carteles que titilan en la noche (Licorice Pizza es el nombre de una tienda de discos de la época).

El retro de Anderson nunca cae en la falsa nostalgia o en el fetiche perezoso, sino que reinventa el pasado, lo trata como materia líquida y horizonte de libertad elevando la vara entre tanta biopic literal. Para eso el realizador parece inventar un género nuevo: el musical sin canto o la coreografía sin canción.

Como en la argentina Castro, Alana y Gary corren y se miran a través de cristales y participan en las empresas más descabelladas (gira de niños famosos, venta de colchones de agua, detención policial, asistencia política, negocio de pinball) como si marcasen un ritmo secreto.

“Esto no es una película”, “Te digo que soy buena actuando”, “¿Es un diálogo o es real?” son algunas de las sospechosas líneas que pronuncian estos enamorados virtuales que fusionan su reticencia erótica (apenas se rozan, se tocan) con una deriva escurridiza.

Que la pareja siga un guion predestinado no impide que la iniciación recaiga en Alana (así como en el soberbio semblante de Haim), que hace avanzar el filme con sus pretendientes mientras mantiene a raya al suave Gary.

Así aparecen, entre otros, un demente Jack Holden (Sean Penn) y un hilarante Jon Peters (Bradley Cooper), a la vez que Nixon alerta de fondo sobre la escasez de combustible (una energía más oscura pero tan libidinal como el amor).

“Es el fin del mundo”, celebra Gary al correr jovial entre coches varados: y es que cuando el cine vive, el resto se detiene.