Licorice Pizza

Crítica de Hernán Schell - A Sala Llena

HACIENDO CUALQUIER COSA JUNTOS

Hay muchas, demasiadas cosas buenas para decir de Licorice Pizza, una película virtuosa e hipnótica que es, al mismo tiempo, melancólica y vital. Si tuviera que empezar a señalar una virtud, diría que pocas películas en los últimos años usan con tanta habilidad el arte de la elipsis narrativa y el fuera de campo.

Pongamos un ejemplo claro. En un momento de Licorice Pizza, Alana espía por una ventana a Gary con una chica. No sabemos a ciencia cierta si lo que está haciendo Gary es besarse o tener sexo. No lo podemos saber porque PTA sabe que no hace falta especificarlo, que sería innecesario porque lo único que interesa es saber que Alana está dolida por lo que acaba de descubrir. La vemos entonces salir corriendo de allí, besar un hombre al azar, y luego volver a su casa sin querer hablar con nadie.

Termina esta escena y la película realiza una elipsis. Entonces, gracias a una serie de situaciones en un restaurante, descubrimos que Gary y Alana están peleados. Lo único que necesitamos saber es que la raíz de esa pelea está en lo que Alana vio a través de esa ventana, todo el resto (las posibles peleas posteriores, los celos, alguna actitud desagradable por parte del chico o la chica) no interesa. Se trata de una de las tantas cosas que PTA deja fuera de un relato que es al mismo tiempo expansivo y un prodigio de economía narrativa, donde se destaca tanto lo que vemos como lo que no. Así es como vemos largas escenas de los personajes seduciéndose sin llegar a concretar, planos que se detienen en algún detalle especialmente hipnótico de algún personaje extravagante, pero no vemos nunca cómo se terminaron frustrando por completo las carreras actorales de Gary y Alana, cómo pudo haber enfurecido Jon Peters cuando vio su habitación inundada, o las intenciones de ese hombre que espía al concejal y que remite claramente al perturbado Travis Bickle de Taxi Driver.

Tanto elipsis y fuera de campo parece mostrar a un Anderson que considera a otros personajes, otras subtramas, incluso la industria de Hollywood y ciertos contextos históricos de Estados Unidos de los 70 como excusa para narrar la historia entre Alana y Gary. Más aún, hay cuestiones de la vida de Gary y Alana que tampoco le interesa demasiado especificar, ni cuál es exactamente la dinámica familiar de Gary, ni que termina sucediendo con las hermanas y los padres de Alana.

Es como si la película quisiera decirnos abiertamente que está demasiado concentrada en sus dos personajes como para estar ocupándose de otras cosas.

No hay muchas películas tan enamoradas de sus personajes y el vínculo que se establece entre ellos como lo está Licorice Pizza. Un ejemplo inmediato que se me ocurre es Notorious de Hitchcock, a quien PTA ya había homenajeado explícitamente en El hilo fantasma. Allí el genio inglés pensó que la Segunda Guerra Mundial y la amenaza atómica servían ante todo como una gran excusa para contar una historia de amor glamorosa y perversa entre una espía interpretada por Ingrid Bergman y un agente interpretado por Cary Grant. La historia de Alana y Gary no es perversa, aunque a su modo sí es glamorosa, y mucho más luminosa que la que sostenían los personajes de Cary Grant e Ingrid Bergman en Notorious. También la historia de Alana y Gary es la de una pareja, tomando al menos la definición que Stanley Cavell hizo sobre ella: “una pareja no es aquella que hacen cosas juntos, sino aquella que hacen cualquier cosa juntos”.

De eso se trata buena parte de Licorice Pizza: de ver a Gary y Alana acompañándose haciendo cualquier cosa. Viajar en avión para ir a un programa de televisión; vender camas de agua; filmar un concejal; perseguir corriendo un auto de policía para hacerle compañía a Gary mientras este es arrestado; destrozarle el cuarto a un productor de cine, romperle su auto y luego huir en una camioneta que aprovecha las bajadas y subidas de un camino. También acompañar a Alana a una entrevista donde Gary le aconseja que diga a todo, absolutamente a todo, que sí, algo que parece extenderse a lo que ella está dispuesta a hacer por Gary y Gary por ella, al menos cuando esa relación está en un momento armonioso.

Ninguna otra relación de la película se parece a la de Alana y Gary. La más parecida a ella posiblemente es la que Gary tiene con su hermano menor, algo que se evidencia en una de las mejores escenas: aquella en la que Gary intenta llamar por teléfono a Alana. Allí Gary está con el teléfono en la mano y la única persona que está viendo esa situación es su hermano menor, con quien Gary tiene la suficiente confianza como para hacer algo tan ridículo frente a él sin que esto le represente un problema. Allí vemos que a Gary le basta un par de intercambios de miradas con su hermano para saber que es lo que este último le aconseja. Mientras tanto, del otro lado de la línea, Alana puede intuir la presencia de Gary solo por su respiración. Hay algo increíblemente significativo en esa situación. La relación de Gary con su hermano tiene un punto en común con la que mantiene con Alana: en ambos casos los personajes pueden reconocerse y comunicarse sin necesidad de hablarse. La diferencia (además del interés sexual, claro), es que Gary conoce a su hermano de toda la vida, mientras que solo bastó una charla y una cita para que Alana y Gary puedan establecer esos niveles de conocimiento mutuo.

Hay algo desaforadamente romántico en esta concepción de una pareja que tiene el privilegio de una conexión tan fuerte, de ahí que Licorice Pizza sea a la vez uno de los films más adolescentes y más maduros de Anderson.

Este tipo de conexión extraordinaria entre los dos protagonistas se ve exacerbado por el hecho de que las demás relaciones que se ven en la película no funcionan o parecen falsas. Tenemos al hombre que gusta de estar con japonesas pese a que no entiende el idioma (y posiblemente por el solo hecho de continuar con un negocio de comidas niponas), también el único novio que le conocemos a Alana y que ella rechaza porque no quiere seguir con un ritual judío, o el concejal que antepone su trabajo a su pareja. En todos estos casos, la pareja está en un lugar secundario frente a otras cosas que una de las dos personas considera más importantes: un restaurante, agradar a la familia, la carrera. Alana y Gary, en cambio, están juntos sin importar los contextos.

Como si esto fuese poco, Alana y Gary parecen también una pareja que está sola frente al mundo, en especial el mundo del espectáculo de los 70 que termina rechazándolos una, y otra, y otra vez, incluso cuando la película parece amagar en más de una ocasión con que estaremos frente a un relato sobre el camino al éxito.

No es difícil especular que una de esas razones tenga que ver con la imperfección de sus rostros. Quizás por eso la comparación disparatada de Jack Holden (un Sean Penn extraordinario e increíblemente sobrio) cuando dice que Alana le recuerda a Grace Kelly. Holden sabe en el fondo que eso no es cierto, y por eso que ese mismo personaje expulsará a Alana de su moto en uno de los gags más inesperados y perfectos de toda la película.

Nada de esto impide, claro, que el propio Paul Thomas Anderson parezca hipnotizado por esos rostros; así es como vemos primerísimos primeros planos de la cara llena de granitos de Gary o planos detalle los dientes algo torcidos de Alana.

Hay algo increíblemente conmovedor en la idea de Paul Thomas Anderson de volver a estos actores de caras y cuerpos imperfectos en personajes a los que percibimos como superestrellas de una película romántica.

PTA filma las aventuras de Gary y Alana con un gigantismo y una espectacularidad envolventes, donde hasta conversaciones cotidianas se vuelven visualmente originales e intensas, capaces de encontrar suspenso en cuestiones aparentemente menores. Sea esto un coqueteo entre Gary y una azafata, sea el rostro de una entrevistadora cuya expresividad cambiante tomada en primerísimo primer plano nos hace dudar respecto de si cree o no en las mentiras extravagantes que le dice Alana.

Es fácil además sentir que esta idea de tomar dos jóvenes de rostros imperfectos para hacer una película romántica no tiene absolutamente nada que ver con la corrección política. Primero que nada porque el atractivo que Anderson termina encontrando en ellos es genuino y se siente absolutamente real. Y ahí está para probarlo Alana Haim en una escena increíblemente sexy, valiéndose sólo de un teléfono y una serie de frases con doble sentido. Pero en segundo lugar porque al fin y al cabo es imposible pensar otra manera de filmar una historia de amor así, que no sea con imágenes espectaculares que reflejen el estado pasional de una pareja que vive en un estado de deseo y frustración permanente y que sin saberlo ha establecido un juego tácito.

Como Gary es muy joven para ella y ella muy grande para él, el chico intentará parecer más grande y ella más chica. Así es como Gary abre negocios, piensa de una forma práctica y, cuando oficia como dueño de un local de pinball, se encargará de mostrar autoridad frente a los chicos. Alana, en tanto, estará siempre con chicos más jóvenes, e incluso cuando ingrese a la política lo hará expresando ideales adolescentes de cambiar el mundo.

Así y todo, sabemos que el tiempo tarde o temprano estará del lado de Gary y Alana. O bien porque la atracción fuerte entre ellos hará que se besen sin importar la diferencia etaria, o bien porque en algún momento Gary cumplirá los 18 y entonces la relación de ellos podrá legalizarse. Desde este punto de vista, se produce un claro suspenso en el hecho de que nunca sepamos a ciencia cierta cuánto tiempo pasa entre el principio y el final de la película, ni cuantos meses transcurrieron entre esos saltos narrativos que nos llevan abruptamente de una situación a otra.

Al mismo tiempo, esta sensación de un tiempo impreciso le da también a Licorice Pizza una atmósfera de ensueño. Quizás también porque el enamoramiento entre Gary y Alana, más allá de los conflictos, las peleas y las frustraciones, no deja de ser una suerte de limbo hermoso entre el flechazo primario e instintivo que tienen algunas parejas cuando recién se enamoran y la concreción.

Y acá es donde viene el factor problemático del tiempo, que es el que indica también que en algún momento ese estado intermedio de Alana y Gary va a tener que terminar de una u otra manera. Paul Thomas Anderson decide frenar la narración en el momento intermedio que va del primer beso al sexo; donde, como sabemos, las cosas empiezan a madurar y cambiar. Cuando Gary y Alana se besan, Gary dice a los gritos a sus clientes y mientras señala a Alana “¡les presento a la señora Valentine!”; una broma que alude de todos modos a algo que va en camino a consolidarse.

Hacia el final, mientras los protagonistas caminan por la calle, ella le dice a él “te amo, Gary”, y él no le dice nada. Acaso porque esta correspondencia está sobreentendida, o acaso –si uno quiere tener una lectura pesimista- porque puede que ese amor de él hacia ella se esté apagando como lo hizo misteriosamente su don para actuar. La canción que elige Paul Thomas Anderson para cerrar el film tampoco augura lo mejor: se trata de “Tomorrow May Not Be Your Day” (Mañana puede que no sea tu día) de Taj Mahal. Esta elección musical no es, desde ya, el anuncio de una separación inminente ni nada que se le parezca, pero sí la conciencia de que PTA decide frenar la historia justo en un instante que parece demasiado hermoso como para ser arruinado por unas escenas más. Esa clase de desenlace nos recuerda aquella frase de Orson Welles cuando decía que los finales felices no existen, sino que lo que existe es saber cuándo detener la historia.

Lo de Licorice Pizza es un final en movimiento, como casi todos los desenlaces de Anderson, que están regodeados en la intensidad de sus personajes. Sin embargo, en Licorice Pizza esa intensidad no es destructiva como la de Daniel Plainview en Petróleo sangriento, ni furibunda y potencialmente peligrosa como la de Barry en Embriagado de amor, ni impredecible y acaso mística como la de Freddy Quell en The Master; es una intensidad feliz y paradójicamente tranquila que confirma aquella frase de Borges que asegura que la felicidad y la serenidad son estados del ser muy parecidos. Gary y Alana saben, cuando termina el relato, que al menos por ese instante, en un tiempo de duración impreciso pero adorado, se encuentran en un estado de maravillosa plenitud, contentos de estar juntos caminando por la calle, hablando de lo que sea y haciendo cualquier cosa.