Licorice Pizza

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Uno podría dedicarle párrafos enteros a las múltiples referencias cinéfilas y musicales, a los hallazgos de la reconstrucción de lugar y época (el San Fernando Valley de 1973), pero hay tanta sensibilidad, tanto amor, tanto cine en Licorice Pizza que -si bien alguna mención haremos sobre ciertos guiños y homenajes- le dejamos esa tarea a los cultores y adoradores de citas y trivias (algo parecido ocurrió con la Los Angeles de 1969 recreada por Quentin Tarantino en Había una vez... en Hollywood).

La principal audacia y mayor hallazgo de Licorice Pizza es haberle dado la responsabilidad de los dos papeles protagónicos a intérpretes sin experiencia, pero al mismo tiempo muy cercanos al propio Paul Thomas Anderson. Cooper Hoffman (hijo de Philip Seymour Hoffman y Mimi O'Donnell) es Gary Valentine, una suerte de álter-ego juvenil del director, mientras que la deslumbrante Alana Haim (anoten ese nombre) encarna a, sí, Alana (Kane), cuando ella en verdad es integrante de la banda Haim que comparte con sus hermanas Este y Danielle, y que tuvo varios videoclips realizados por PTA.

Licorice Pizza es, en esencia, un coming-of-age, una película con los típicos rituales de iniciación, una comedia romántica sobre un primer amor marcado (dificultado) por la diferencia de edad (Gary es un quinceañero con profuso acné y Alana, una chica de 25 de estricta familia judía) y las muy distintas situaciones de vida. A la hora de buscar fuentes de inspiración aparecen desde Locura de verano / American Graffiti (1973), de George Lucas; hasta Picardías estudiantiles / Fast Times at Ridgemont High (1982), de Amy Heckerling, con guion de Cameron Crowe, pasando por Valley Girl (1983), de Martha Coolidge, pero más allá de ciertas influencias y de citas cinéfilas como Interludio de amor / Breezy (1973), de Clint Eastwood; Vivir y dejar morir (1973), con Roger Moore como James Bond; o Los puentes de Toko-Ri (1954), de Mark Robson, con William Holden y Grace Kelly, queda claro en cada plano que el cine de Paul Thomas Anderson tiene vuelo y universo propios.

El octavo largometraje de ficción de PTA escapa de las convenciones y lugares comunes de la comedia romántica y apuesta, en cambio, por una deriva con mucho de lúdico pero que puede irritar un poco a quienes estén acostumbrados a las fórmulas, la condescendencia y la demagogia. En Licorice Pizza hay musicales, restaurantes japoneses (aunque una de las principales locaciones es la de un restaurante que realmente existió como The Tail O' the Cock), hilarantes sesiones de castings, colchones de agua, flippers (los pinball estuvieron prohibidos hasta 1973), campañas políticas, y una Los Angeles desolada por la escasez de combustible a raiz de un embargo lanzado por los países productores de petróleo de la OPEC (brillante la escena del camión sin gasoil con Alana al volante).

Y, a pesar del inmenso profesionalismo de la producción y del talento artístico que brota por todos sus poros, Licorice Pizza parece un encuentro de amigos en el que está toda la familia real de Alana Haim y se suman en pequeñas apariciones figuras como los aquí desatados Bradley Cooper (el productor Jon Peters) y Sean Penn (haciendo de William Holden), el gran Tom Waits (una mixtura entre Raoul Walsh y Sam Peckinpah), Benny Safdie (un patético candidato a alcalde), John C. Reilly y Maya Rudolph.

Y también están -por supuesto- la música original de Jonny Greenwood y los temas de Nina Simone, The Doors, Sonny & Cher, Chuck Berry, The Four Tops, Paul McCartney & Wings, David Bowie y muchos otros artistas que en algunos casos no son tan conocidos. Y esa prodigiosa manera de filmar la vida y la comedia media tristona de PTA. Y la inocencia de Hoffman Jr. Y el carisma y la simpatía de Haim... Sí, Licorice Pizza es una fiesta.