Líbranos del mal

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Líbranos del mal retoma el tema que Scott Derrickson ya había abordado en El exorcismo de Emily Rose (2005), primer largometraje de este realizador estadounidense que lograría más tarde unos cuantos elogios con Sinister (2012), aquel film turbio y perturbador protagonizado por Ethan Hawke que presentaba una vez más al celuloide como superficie sensible a la influencia del mal (igual que la famosa El círculo, de Hideo Nakata, y que Imágenes del horror, de John Carpenter, por citar dos casos conocidos).

Esta vez, la historia es protagonizada por un policía neoyorquino que recorre una ciudad plagada de crímenes y acechanzas. Luego de un traumático paso por Irak a las órdenes del ejército de su país, el sargento Ralph Sarchie -encarnado por Eric Bana- investiga una serie de crímenes que parecen tener una misteriosa vinculación. Cuenta para eso con la colaboración de un singular sacerdote, el padre Mendoza, un ex heroinómano que, recuperado de su adicción, ahora combina footing con una moderada pasión por el bourbon.

Buscan a un par de asesinos, también soldados estadounidenses, aparentemente poseídos luego de enfrentarse a una críptica inscripción en un refugio subterráneo del desierto iraquí. La película -basada en un "hecho real", se informa- tiene un comienzo prometedor. Mientras la trama es puramente policial y está centrada en la investigación de violentos asesinatos que involucran a menores, Derrickson se mueve con soltura: filma con solidez, ritmo y eficacia. Pero la aparición de los primeros indicios vinculados con el terror, lo que en realidad le interesa al director, empieza a generar grietas. Derrickson consigue por momentos un tono amenazante con detalles clásicos: lluvia en las calles, interiores sombríos, transformación de amables objetos cotidianos en elementos inquietantes. Ese despliegue de pequeños recursos es cinematográficamente más valioso que el de los efectos destinados a impresionar, acumulados torpemente en el final de la película, cuando el sinsentido la absorbe por completo.

A esta altura de la historia del cine de terror, parece obvio que la sugestión es un mejor camino que el efectismo, pero a los cultores del género les resulta difícil admitirlo. Para colmo de males, los breves arrestos de humor no tienen filo y algunos momentos pretendidamente tensos se tornan involuntariamente humorísticos, particularmente en el desquiciado exorcismo final.

El sentido común obligaría a descartar la alegoría, pero lo cierto es que los soldados yanquis son poseídos por Satán en Irak y redimidos gracias a la intervención de un sacerdote cristiano. Y Derrickson se graduó en una universidad protestante. De terror.