Líbano

Crítica de Kekena Corvalán - Leedor.com

Samuel Maoz (Tel Aviv, 1962), vuelca en Líbano parte de lo que vivió, cuando le tocó disparar en un tanque durante la primera guerra del Libano de 1982.

La película es dura, realista y descarnada. Contrasta el mundo dentro del tanque, que parece un especie de caverna, un interior oscuro, sucio y húmedo, con mucho de infierno, que solo se abre para dejar entrar y salir a quien da las órdenes, con el exterior, de campos soleados. Allí, 4 jóvenes israelíes intentan sobrevivir a una guerra, que por lo que la película se encarga de resaltar, como toda guerra, no tiene el más mínimo código.

El tiempo narrativo se condensa en un día intenso y traumático, que nos da la pista de que como espectadores no podríamos resistir mucho más, por la claustrofobia y el estrés que trasmite.

El tanque es una especie de aplanadora que recibe indicaciones permanentes para avanzar. Forma parte de las fuerzas que invaden Líbano, y su potencial destructivo contrasta con el perfil de sus cuatro jóvenes integrantes, inexpertos y pareciera que reclutados sin demasiado convencimiento.

Uno de los elementos más interesantes es el del punto de vista: es el del tanque: vemos prácticamente toda la acción de la película a través de la mira de su cañón. Seguimos el afuera por su objetivo, que se mueve barriendo la realidad con un ruido de máquina industrial.

Nos hace recordar mucho a la maravillosa Waltz con Bashir (Ari Folman, 2008).

En ambos casos se trata de una película antibelicista, que rescata lo afectivo, la amistad, el deseo frente a lo irracional del conflicto y el sinsentido de las órdenes impartidas, frente a las cuales la desobediencia es la única manera de sobrevivir. También habla de matar o no matar, cuando hay que ejecutar una orden y de quienes se rehúsan a hacerlo.