Líbano

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

La angustia corroe al artillero.

Recluido en el interior de un tanque israelí, Samuel Maoz intenta crear la sensación de encierro que obligue al espectador a ponerse en la piel del soldado y compartir su malestar. Desde que Líbano ganó la Mostra de Venecia en 2009, la gran mayoría de las críticas repiten que la película aborda un tema sensible, sin demagogia y con una rigurosa puesta en escena. En realidad, el director banaliza la violencia buscando equivalentes audiovisuales a los choques experimentados en la guerra y, por momentos, parece observar el conflicto a través de un catalejo.

La cámara se desliza a lo largo de las paredes de acero auscultando la superficie húmeda y amarillenta del interior del tanque. Pronto comprendemos que la traumática intimidad de los protagonistas está signada por la promiscuidad, el miedo y la incomprensión. El exterior se muestra siempre a través de la mirada del artillero por el visor del cañón. El objetivo visible en la imagen y el ruido del visor que se desplaza subrayan lo evidente. Colocar al espectador en la piel del asesino es una idea tan vieja como los videojuegos. La luz verdosa de la mirilla oscila entre la estética de Matrix y la de un Jean-Pierre Jeunet poco inspirado. Percibimos el conflicto bélico mediante choques visuales o auditivos que hacen irrupción sin preaviso. La cámara tiembla ante los embates que sufre el tanque. Las explosiones, gritos y sirenas surgen súbitamente y a máximo volumen para hacernos sobresaltar como en una película de terror berreta. Las imágenes que vemos, junto al artillero, son deliberadamente apocalípticas: un burro eviscerado, un soldado que vomita, casas destruidas y civiles mutilados. La vistosa puesta en escena incluye, además de efectos visuales pasados de moda, travelings aparatosos, la visión de una bala en cámara lenta y el primerísimo primer plano de un ojo del artillero antes de disparar.

De la abyección. En un pequeño pueblo, varios hombres armados atacan a una familia libanesa. La joven madre sobreviviente de la masacre huye de su casa llorando desconsolada y errando por las calles en llamas. Su vestido repentinamente se prende fuego y un soldado se lo arranca. Entonces, durante interminables segundos, la cámara acompaña los movimientos desesperados de la mujer que se esfuerza por ocultar su desnudez. Jacques Rivette, en su crítica de la película Kapo de Gillo Pontecorvo, fustigaba al director por hacer un traveling destinado a encuadrar el cuerpo de una joven judía que acaba de morir sobre el cerco electrificado de un campo de concentración. La misma abyección del movimiento de cámara que sigue a la víctima desnuda de Líbano como un voyeur con mala leche manipulando los sentimientos del espectador.