Leviathan

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

Laberintos de la burocracia

La película rusa que compitió con Relatos salvajes en los Oscar sigue el recorrido de un hombre y su familia en la lucha cotidiana contra las fuerzas públicas que lo exceden.

Hace menos de dos meses Leviatán competía por el Oscar a la Mejor película hablada en idioma extranjero contra Relatos salvajes de Damián Szifron y si bien la polaca Ida se alzó finalmente con la estatuilla, al film de Andréi Zviágintsev (Elena, El regreso) le sobraban méritos para ganar la categoría. Esto, a partir de una historia chiquita, centrada en un hombre común, de provincias, que debe luchar contra el aparato estatal y un gigantesco entramado de corrupción, complicidades y miserias que, claro, en Occidente muchos vieron como una alegoría del estado actual de las cosas de Rusia y el omnipresente poder de Vladimir Putin.
Leviatán, entonces, y más allá del tratado escrito por Thomas Hobbes y las connotaciones bíblicas, es un monstruo despersonalizado de muchas cabezas, aunque desde la visión del relato en principio tiene el rostro del alcalde del pueblo Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), que quiere expropiar la casa del mecánico Kolya (Aleksey Serebryakov) para realizar un emprendimiento inmobiliario y va a utilizar todos los medios a su alcance –el sistema judicial, la policía, la intimidación física, el ahogo financiero de su víctima– para lograr su objetivo.
Kolya apenas se tiene a sí mismo y a la furia que le provoca la situación injusta que le toca vivir acompañado por su joven esposa Lilya (Elena Lyadova) y su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev), hasta que llega de Moscú su amigo Dimitri, un abogado que hará lo posible para que reciba una cifra justa por su propiedad, aunque también se convertirá en un elemento más de la tragedia en progreso que le toca protagonizar a la víctima.
Suerte de recorrido kafkiano por los laberintos de la burocracia y de los manejos del poder absoluto, Leviatán se propone y consigue seguir el vía crucis de un trabajador frente a las fuerzas que lo exceden, donde el Estado, la iglesia ortodoxa rusa y una sociedad en descomposición que llegó al capitalismo sin escalas, funcionan como dique inexpugnable para una mínima idea de la justicia.
Y uno de los elementos fundamentales de la puesta –además del rigor para documentar un recorrido por las miserias de un pueblo perdido que bien puede tomarse como muestrario de algo más grande–, de alguna manera se podría sintetizar en el término ruso "nitchevo", que refleja el profundo fatalismo eslavo que inunda todo el relato y le da un carácter sombrío, asfixiante, pero también lúcidamente reflexivo, con personajes complejos en su supuesta simplicidad, que atraviesan la pantalla con un sentido de lo real que cada vez es más difícil encontrar en el cine del presente.