Leviathan

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

Cuando el poder se queda con todo

Pueblito pesquero del norte de Rusia. En la bahía, todo es ruina. No solo el paisaje es gris y desolado. También sus habitantes y sus hogares. El de Kolla, sobre todo, ese mecánico que está a punto de perder mucho pero ignora que al final va perder todo. El corrupto alcalde necesita su terreno para construir una mansión. Y ya se sabe, cuando el poder quiere algo –sucede en las mejores familias- no espera ni necesita permiso. Kolla resiste hasta donde puede. Y puede poco. La maldad lo acecha por todos lados. Su hijo adolescente lo rechaza, su linda mujer quiere cambiar demasiadas cosas y ni la policía ni la justicia se apiadan. Tampoco la iglesia le hace lugar a su desdicha. Las ruinas de la bahía lo copian.

Retrato desmoralizador que nos dice que todo sigue como en la época de los comisarios políticos. O peor. Roban todos y no hay lugar ni para la esperanza. No hay nadie ejemplar. Hasta ese abogado que viene a ayudarlo al final se le queda con lo más querido. El chantaje y el apriete son las monedas de cambio de un pueblito sin horizontes. Y las borracheras, el tedio y el suicidio son formas de escapar.

El filme está bien. Es intenso. Duele y se ve con interés. Está muy cuidado visualmente y propone más de una lectura. El elenco es ajustado. Y hay algo kafkiano en ese relato fatalista de un calvario sin pausa. Kolla conmueve en su decrepitud. Un hombre que no cree en nadie, que se siente sin dios ni amigos, que se refugia en el vodka y la desazón. Su mujer encuentra en el engaño la única chance de poder dejar atrás ese presente. El filme se abre con esos deshechos y se cierra con otra imagen demoledora: la grúa viene a demoler la casa de Kolla. Su enorme bocaza de hierro es uno de los rostros de un poder que va devorando todo lo que encuentra.