Leto

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El rock como válvula liberadora

Un tópico que decididamente no ha sido trabajado por el cine -por lo menos por el cine que llega a esta parte del globo- es la escena rockera rusa de principios de la década del 80, justo en el período previo a la Perestroika y la Glásnost de Mijaíl Gorbachov, un conjunto de medidas económicas, sociales y políticas que a pesar de intentar reestructurar en distintos órdenes la vida del mega país con el objetivo manifiesto de salvar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en términos prácticos constituyeron su certificado de defunción ya que no resolvieron ninguno de los problemas que venía arrastrando el comunismo y en muchos aspectos profundizaron dichos inconvenientes, siempre hermanados al estancamiento.

Leto (2018), escrita y dirigida por Kirill Serebrennikov, es una película ambiciosa porque apuesta a servirse de los engranajes prototípicos de la primera Nouvelle Vague (una fotografía lúdica en blanco y negro, protagonistas jóvenes en plena construcción de su ideario y expectativas, una fuerte presencia de los desajustes generacionales para con sus mayores y la sociedad en general, una banda sonora poderosa que marca el compás de los acontecimientos, etc.) para retratar en simultáneo las postrimerías del comunismo tardío, la génesis del insólito rock ruso en Leningrado/ San Petersburgo y el devenir de dos de las figuras fundamentales de la corriente, léase Viktor Tsoi, el vocalista, compositor y guitarrista de Kino, y Mike Naumenko, el cantante y principal compositor de Zoopark.

En cierto sentido se puede decir que el opus de Serebrennikov es toda una anomalía en el campo de las biopics tradicionales contemporáneas porque evita construir en sí a un villano histórico -o algo parecido- concentrándose en cambio en una primera mitad de descripción macro de la comunidad de artistas del momento, en esencia una serie de muchachos que solían frecuentar y tocar en el Club de Rock de Leningrado, un ámbito institucionalizado dentro del esquema de poder de Leonid Brézhnev y monitoreado por la KGB y el Partido Comunista con vistas a abrir un poco el sustrato cultural autóctono a Occidente sin caer en radicalismos, y una segunda parte vinculada a un triángulo amoroso entre Tsoi (Teo Yoo), Naumenko (Roman Bilyk) y la esposa de este último Natasha (Irina Starshenbaum), planteo que curiosamente no cae para nada en el melodrama estándar del corazón debido a que los acercamientos entre la mujer -madre de un bebé- y Tsoi -de ascendencia asiática- no pasan de los besos producto de una atracción recíproca culposa que esquiva la tragedia romántica propiamente dicha y garantiza siempre la convivencia en paz de los involucrados.

De hecho, una de las peculiaridades de la realización es que funciona más como un homenaje cariñoso a la valentía y la creatividad del colectivo de músicos, amigos y fanáticos que como una simple descripción de las penurias o impedimentos que atravesaron para hacerse oír, ya que la coyuntura estatal burocrática de aquellos años no era tan agresiva y permitía la expresión de voces alternativas acalladas hasta hace poco tiempo o inexistentes hasta el panorama de “relajación” de los férreos controles gubernamentales y de las agencias de inteligencia en particular. Así es cómo el director echa mano de chispazos varios de color, intervenciones animadas muy placenteras y una excelente banda sonora que incluye referencias y canciones concretas no sólo de los dos protagonistas, ambos en sintonía con el folk sesentoso y el post punk/ new wave/ rock gótico de fines de los 70 e inicios de los 80, sino también de artistas anglosajones muy populares como T. Rex, Talking Heads, David Bowie, Blondie, The Sex Pistols, Lou Reed, Iggy Pop y The Velvet Underground, entre otros; consiguiendo unificar la cadencia comunal de quiebre para con el conservadurismo vetusto del enclave soviético, por un lado, con el trasfondo individual de estos jóvenes con frustraciones y sueños como cualquier otra persona, por el otro.

Todo este planteo estético y conceptual asimismo se amalgama con la permanente utilización de unos segmentos musicales cargados de ingenio y una bella vivacidad que vienen a representar las ansias de libertad creativa -y de llevarse puestos a los autómatas que dirigían/ supervisaban el Club de Rock de Leningrado- por parte de los adalides de un cambio cultural que se avecinaba en el horizonte, casi un par de décadas después de revoluciones musicales homólogas de otras partes del mundo (sin ir más lejos, en Argentina el “movimiento de rebote” del rock británico y norteamericano se dio en los mismos agitados 60 y principios de los 70, lo que subraya el carácter vanguardista a nivel global de los sudamericanos en comparación a otras naciones).

Serebrennikov sabe de sobra que el tema de las luchas juveniles contra la mediocridad y violencia de la fauna reaccionaria filofascista no ha perdido vigencia, sin embargo opta por privilegiar el carácter mundano y naturalista de la escena rockera rusa para resaltar su encanto singular en tanto válvula liberadora que saca provecho del poco aire fresco que el Estado de entonces estaba dispuesto a tolerar; una jugada que arroja resultados positivos gracias al muy buen desarrollo de personajes, el cuidado de los detalles en el fluir narrativo, la creación de una atmósfera cotidiana compartida, el maravilloso desempeño del elenco, las interesantes composiciones de las bandas vernáculas primigenias y sobre todo el retrato de la autocensura social, los desacuerdos, la ausencia de recursos y la soledad e inexperiencia que debieron sobrellevar los artistas sin un marco cultural más vasto más allá del under de Leningrado, algo que hoy queda reflejado en la grabación del debut discográfico de Kino, 45 (1982). Leto enfatiza aquello de que la peculiaridad del tópico de base tranquilamente puede trasladarse a cualquier congregación contracultural en búsqueda de una identidad propia por fuera de la execrable lobotomización de las mayorías.