Leto

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Mike y Viktor

La película evoca con una euforia elegíaca la escena rock de Leningrado a comienzos de 1980. El contexto es una Unión Soviética crepuscular con el inicio de la Perestroika y la censura más relajada. El control sobre las expresiones individuales llega al absurdo con el intento de implantar un poco de cultura occidental mediante un “club de rock” para moldear a la juventud. Las dos primeras escenas definen los polos entre los que circula la energía inagotable de los personajes. En el comienzo, la música de Mike Naumenko y su grupo Zoopark contagian a una multitud que sin embargo debe permanecer en sus asientos sin expresar demasiado entusiasmo bajo la vigilancia escrupulosa de los organizadores que les impide levantarse o sacudirse en sus sillas. Luego viene una escena hermosa de una excursión a la playa en la que los músicos, sus amigos y admiradores se denudan, bailan, saltan y se meten en el mar. Un músico recién llegado se une a la fiesta: Viktor Tsoi toma la guitarra, comienza a cantar y su talento entra en erupción ante los ojos de todos, inclusive los de Natasha, la esposa de Mike.

Como en Jules y Jim, un amor infinito, frágil y noble circula entre Mike, Viktor y Natasha. Esta aventura amorosa de una extraña pureza es el contrapunto al trajín de la creación bajo el control del régimen. Las tribulaciones de los jóvenes descansan en intermedios musicales: adaptaciones rusas de hits de la New Wave que nacen de la imaginación de los personajes. En esos momentos, el blanco y negro lírico de Leto se altera con efectos de animación pop que liberan a los habitantes de la ciudad y los ponen a cantar como en un videoclip. Kirill Serebrennikov recuerda el peso que cargaron y los peligros que afrontaron los protagonistas de esta historia, filmando una pelea imaginaria entre los rockeros y los defensores de los verdaderos valores soviéticos. Pero sóoo para resaltar, en la escena siguiente, la felicidad de crear, amar y sentirse inmortales.