Lejos de Pekín

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Lejos de Pekín": una historia de encierros y de esperas

Elena Roger y Javier Drolas protagonizan este film excesivamente programático, tanto en términos temáticos como cinematográficos.

Existe en Lejos de Pekín, tercer largometraje de ficción del misionero Maximiliano González, algo excesivamente programático, tanto en términos temáticos como cinematográficos. El cuento infantil que es relatado en off al comienzo de la proyección introduce un elemento esencial, la lluvia, que nunca abandonará a los personajes durante las poco más de veinticuatro horas de tiempo narrativo. “La lluvia ocurre en el pasado”, dirá luego un personaje citando a Borges, pero para María y Daniel –una pareja de mediana edad, de visita en una ciudad del norte del país– ocurrirá en un tiempo presente continuo, constante, infinito. Para ellos podría tratarse de una metáfora indefinida, el tiempo de ansiedad y espera ante la posibilidad de que la anhelada adopción de una niña tenga visos de concretarse (por esa razón y no otra están allí). Para algunos de los habitantes del lugar, en cambio, el agua que no deja de caer desde el cielo es señal de un exilio temporal: el grupo cada vez mayor de hombres, mujeres y pequeños que escapan de una posible inundación aparece regularmente en el montaje, como un contexto social nunca desarrollado.

Película de encierros y de esperas, los protagonistas, interpretados por Elena Roger y Javier Drolas, recalan en un hotel donde comienzan a desarrollarse una serie de conversaciones recargadas de sentido, confesionales, en ciertos momentos ampulosas. En ese juego entre una dirección actoral pretendidamente naturalista y diálogos algo literarios, la película comienza a chirriar más temprano que tarde. Los personajes nunca terminan de cuajar, de tomar una forma definitiva, transformándose en cuerpos diseñados para la emisión de frases. Una subtrama define de manera bastante precisa el problema central de Lejos de Pekín (el título remite a un elemento secundario, aunque relevante en la construcción del personaje de Daniel). Un matrimonio que también se hospeda en el lugar celebra sus cuarenta años de casados, pero la cena termina con un sabor amargo. El encuentro y confesión inesperados (forzados) en una habitación de hotel abierta al público habilita otras revelaciones, otros recuerdos y miedos que reflejan indirectamente los de María y Daniel.

A pesar de estar presente en ese monólogo cargado de dolor, la cuestión de la maternidad/paternidad, de pronto, ha pasado paradójicamente a un segundo plano. Y a diferencia de lo que ocurría en Una especie de familia, el largometraje de Diego Lerman, que ponía en tensión el tema de la adopción desde diversos ángulos –muchos de ellos problemáticos–, el guion de Gonzalez abandona progresivamente cualquier atisbo de complejidad para ir cerrando el relato en un tono “poético”. Tal vez no sea casual que la única cita cinéfila, ostensible y directa, sea la de una película de Eliseo Subiela, Paisajes devorados, protagonizada por Fernando Birri. Aquí nadie levita, afortunadamente, pero tanto el lado oscuro como el luminoso del corazón son representados por imágenes y palabras que no siempre son las más pertinentes.