Le quattro volte

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Una propuesta distinta, poética y reflexiva

El filósofo y matemático griego Pitágoras De Samos (Pitágoras para los amigos), creía, y tenía elaborada, la teoría de trasmigración de las almas. Sin entrar en los complejos vericuetos de la filosofía griega, y para explicarlo con manzanas, el fundamento de esta creencia se basaba en que una vez muerto el cuerpo humano lo que quedaba era el alma, la verdadera energía de la vida, que no sólo se reencarnaba en algún ser vivo del cosmos sino que tenía el poder de decidir en cual. Luego Empédocles amplió este concepto de reencarnación a cualquier ser vivo, incluso vegetal.

Las líneas generales de estos conceptos, sumados a la posibilidad de plasmar en imágenes el ciclo de la vida, es lo que, a mi entender, inspiró a Michelangelo Frammartino para escribir y dirigir “Le quattro volte”. Una posibilidad de contar los estados de la vida con un hilo conductor.

El comienzo de la película revela el primer eslabón de la cadena. Hay gente trabajando en una parva para hacer carbón vegetal. Esto despide humo y hollín, que merced al viento, viaja hacia el centro del pueblito donde hay una iglesia. En la puerta de la iglesia hay una señora que barre este hollín y lo guarda cuidadosamente ensobrándolo en hojas de revista.

En este pueblito de Italia, El Pastor (Guiseppe Fuda) arría sus cabras. Las lleva y las trae con una parsimonia que asusta. Una rutina que parece haberse llevado a cabo de la misma manera durante siglos y que sigue manteniéndose intacta. El Pastor está enfermo. Se ve venir el final de su vida, pero sin renunciar a su destino.

Así irá hasta la iglesia de donde se llevará uno de esos sobres con tierra y hollín, para mezclarlo con agua e ingerirlo antes de irse a dormir. Del polvo venimos y al polvo volvemos, no sin antes pasar por otros estados. A la muerte del viejo le sucede el nacimiento de otra cabra, que a su vez tendrá su participación en este ciclo.

El realizador Michelangelo Frammartino juega con sus planos y con el tiempo. Hace literal el descanso en cada toma trazando un paralelo con el lugar en donde planteas la acción de la historia. En este pueblo parece no haber existido jamás un reloj, una computadora, teléfono, la televisión, un celular o siquiera una radio. De hecho, la película no tiene un solo diálogo en los 88 minutos que dura. Todos los días son iguales y necesarios para contar esto que vemos, porque sería imposible encontrar este ciclo si uno no se toma el tiempo para observarlo.

El espectador acostumbrado al montaje frenético del cine de Hollywood, deberá tener en cuenta esto para que no le resulte “lenta”, y darse a la vez la posibilidad de observar la obra con más detenimiento. Como si estuviera mirando un cuadro.

Ayuda mucho la fotografía de Andrea Locatelli, y la compaginación de Benni Atria y Maurizio Grillo, dos hombres que parecieran haber visto todo sobre el concepto Tarkovskiano del montaje, sus ideas de atrapar un momento en el tiempo con la cámara, y dejarlo respirar para que siga vivo.

Cuando todo vuelve a empezar, nos hemos dado cuenta que transitamos un camino al ritmo mismo del arte y de la vida. “Le quattro volte” puede ser una pintura del impresionismo; un film realista o una combinación de ambos. Para el caso la visualidad no pasa por esperar cortes de plano, sino por descubrir el diseño de arte que creó la naturaleza.

Yo le diría al potencial espectador que se prepare para una propuesta distinta, reflexiva, poética y, sobre todo, muy pensada. No importa si es en un paraje de algún lugar del mundo o en la ciudad. Cuando el tiempo se detiene el desafío no es dejarse llevar; sino tomar uno la decisión de qué hacer cuando una obra de este tipo se presenta ante nuestros ojos.