Le confessioni

Crítica de Vivi Vallejos - CineFreaks

Una lección de ética

¿De qué hablan los hombres y mujeres que tienen el timón del mundo cuando se congregan a definir el destino de las mayorías? Aunque la pregunta no es exactamente sobre qué conversan, porque eso, a la larga, se vuelve público -siempre las circunstancias más generales, nunca los pormenores-, sino cómo o en qué términos se dan esos intercambios entre políticos, economistas y empresarios cuando están lejos de las cámaras y los micrófonos, los periodistas y las multitudes electorales. ¿Cómo fue el detrás de escena de los encuentros de los representantes de la Unión Europea y los dirigentes africanos, cuando se juntaron en Malta para definir las nuevas políticas que frenaran la inmigración y la llegada de refugiados a Europa? ¿Qué se dijeron el exministro de Economía griego, Yanis Varoufakis, y Christine Lagarde, la directora del FMI, cuando se reunieron para discutir las reformas económicas a las que debía someterse el país en crisis para lograr una quita de su deuda con la troika?

La película Le Confessioni indaga en este imaginario. Pero, ¿qué pone en escena Roberto Andò? A un monje (Toni Servillo, conocido aquí por protagonizar la amada y odiada La gran belleza -2013-, de Paolo Sorrentino) que llega a Alemania como invitado a la cumbre del G8. Allí, en el cinco estrellas Grand Hotel Heiligendamm, entre el lujo del mejor champán, las habitaciones con vista al Báltico -y un grupo de individuos siempre dispuestos a burlar la seguridad para manifestarse en contra del Grupo de los Ocho líderes mundiales-, lo reciben los funcionarios junto al director del FMI, Daniel Roche (Daniel Auteuil). La cumbre tiene una particularidad: Roche, que además festeja su cumpleaños en este marco, y porque es un excéntrico, decidió incorporar a esta reunión súper exclusiva, tan pública como secreta, a personalidades del mundo de la cultura y la industria: un músico de pop-rock, fachero a lo Jon Bon Jovi; una escritora de best sellers de la literatura infantil, del estilo de J.K.Rowling; y el monje en cuestión, Roberto Salus, que publicó un libro con algunas de sus reflexiones como hombre que practica la fe, la espiritualidad, y sobre todo la piedad, según él mismo cuenta -personaje algo contaminado por la buena imagen que proyecta el papa Francisco en el mundo-. Roche, que leyó aquel texto, es un admirador de Salus, y lo elige para poner en marcha un plan, que es la razón por la cual fue invitado: quiere ser absuelto de sus pecados antes de morir. Porque Roche está a punto de morir. Ahí, en ese hotel, a mitad de la reunión, sin que nadie entienda cómo ni por qué. O si alguien lo asesinó.

Le Confessioni (2016), con su narración ordenada, fluida, su porción de suspenso, su esmero en soltar información en gotas, su corrección y prolijidad en atar cabos y no regalarle nada al azar, tiene, sin embargo, una característica que la debilita y le resta puntos. Es un ejemplo de cómo el cine comete el pecado de querer explicar cómo funciona el mundo. De contarnos a los demás -que desde esa perspectiva parece ser que no estamos capacitados para comprenderlo por sí solos- cómo mueve sus fichas el sistema. Y para hacerlo usa a este monje, un ser que vive recluido y en silencio, un outsider que está más allá de todo afán delirante por la acumulación del poder y el dinero -y esto porque el director deja afuera de la discusión cualquier tipo de referencia a la institución eclesiástica-, un hombre que recoge los platos para lavarlos después de la cena, en un hotel en el que una habitación simple cuesta 300 euros por día. Le Confessioni es una película de ideas y el motor que empuja la trama es este monje, que está puesto en una escala superior. Salus representa lo único trascendente, la revelación que puede convencer a los que tienen al mundo en sus manos que deben cambiar el rumbo. Salus es una advertencia, es la enseñanza. Porque Roberto Andò parece afirmar con esta película que el cine puede ser portador de un mensaje que modifique al mundo y su lógica perversa. Y no está mal que así lo crea -algo parecido se da en Viva la Libertá-, pero esta vez cae en la trampa de evidenciarlo con un discurso muy literal, muy sin metáforas, muy carente de vuelo y eso vuelve una película interesante, con gran destreza técnica, en un panfleto ingenuo.