Las ventajas de ser invisible

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

El año en que fuimos infinitos

“Escribe sobre nosotros”. Ése es el mandato que Patrick y Sam, hermanastros por matrimonio de sus padres pero más que hermanos en su mutuo afecto y complicidad, le dan a Charlie. Charlie, el novato con pasado oscuro que cuenta los días que le tomará atravesar los tres años de high school. El mismo freshman que por una picardía de Patrick entrará al mundo de estos seniors, es decir, alumnos del último año.

Sin mucho esfuerzo podemos recordar que es el mismo mandato que Chris (River Phoenix) le daba a Gordie (Will Wheaton) en “Cuenta conmigo”: “Escribe sobre nosotros”. Y eso hizo Stephen Chbosky: escribió “The Perks of Being a Wallflower”, una novela sobre un alter ego llamado Charlie Kelmeckis, que también pinta para escritor. Y él mismo, guionista y productor, eligió para su segundo proyecto como director (el primero es de 1995) adaptar este relato de iniciación, de coming-of-age.

Un año en la vida

Estamos en 1991, en Pittsburgh, Pennsylvania. Pero la rabia de “Smells Like Teen Spirit” (“Huele como espíritu adolescente”) de Nirvana no ha explotado todavía, y hay más de The Smiths que de grunge (sólo al final se hablará de “los músicos de Seattle”). Todavía es la high school de la “trilogía Ringwald” de John Hughes: “16 velas”, “El club de los cinco” y “La chica de rosa”, aunque con la inocencia perdida y el cinismo de “La joven vida de Juno”.

Es una historia de solitarios que se acompañan en la pared del fondo de un baile, de “raros” que construyen su propio mundo por fuera de los quarterbacks y las porristas. Y lo hacen alegremente, quizás porque en algún punto intuyen lo que los seguidores de Krishnamurti repiten de memoria: “No es signo de buena salud mental amoldarse perfectamente a una sociedad enferma”. “Bienvenido a la isla de los juguetes abandonados”, dirá Sam en la primera fiesta de Charlie.

El profesor que se convierte en mentor, la relación con los padres, los secretos del pasado de Charlie, dosificados a lo largo del relato; el pasado de Sam, la afirmación identitaria de Patrick; la primera novia y el primer amor verdadero (que no necesariamente van de la mano), y una galería de atractivos personajes son los condimentos del proceso de evolución y autoconciencia del protagonista a lo largo de su primer año de secundaria. Todo esto cruzado por una promesa: sus amigos partirán inevitablemente a la universidad, y el grupo se romperá.

Las frases

La puesta visual va por el lado del cine independiente americano, con bastante cámara en mano y una fotografía (a cargo de Andrew Dunn) que se granula más por momentos; pero es una puesta luminosa y agradable, que evita caer en la oscuridad (para eso está la historia). La música elegida construye a la vez una referencia de época y una marca de identidad: no por nada “Asleep” de The Smiths es la canción favorita de Charlie, y “Héroes” de David Bowie sea la “canción del túnel”: “Podemos ser héroes sólo por un día, podemos ser nosotros sólo por un día”.

Pero tal vez Chbosky sea consciente de que los verdaderos clásicos del cine lo son por las frases que legan. Y allí están los diálogos perfectos, los conceptos afilados en las charlas con el profesor Anderson, con Sam y Patrick, en las cartas al amigo imaginario (resabio de la estructura epistolar de la novela original). “Ya sé que todo va a ser historias algún día. Y nuestras imágenes se convertirán en fotografías antiguas. Todos vamos a ser mamá o papá de alguien. Pero ahora estos momentos no son historias. Esto está sucediendo, estoy aquí y estoy mirando. Y ella es tan hermosa”.

El rostro del amor

Porque claro, hay una dama, entre los muchachos. Porque si Logan Lerman tiene todos los tics y recursos del perfecto perdedor, en la escuela de Michael Cera (“Juno”, “Superbad”), y si Ezra Miller sería un perfecto “Duckie” en una remake actualizada de “La chica de rosa” (Jon Cryer fue el original), acá no están ni la inocente Molly Ringwald de los filmes de Hughes, ni la ácida Ellen Page de “Juno”. Emma Watson es vulnerable, fuerte, madura, iniciática, adorable; y es el rostro que cualquiera podría ponerle al amor de su vida a los 16 años (y tal vez después también).

Entre los secundarios se lucen Mae Whitman (una especie de pequeña Stockard Channing), como Mary Elizabeth, Erin Wilhelmi como Alice y Adam Hagenbuch como Bob: los tres amigos que completan el grupete de andanzas. El galán serio Dylan McDermott (padre), la televisiva Kate Walsh (madre), Nina Dobrev (hermana mayor Candace) y Zane Holtz (hermano Chris) integran la curiosamente normal familia de Charlie.

Paul Rudd tiene algunos momentos muy interesantes como Mr. Anderson (Bill en el libro), el profesor de inglés que estimula la veta literaria del protagonista.

Melanie Lynskey hace pequeñas apariciones como la tía Helen (personaje clave en la historia personal de Charlie) y Joan Cusack tiene un pequeño rol como la doctora Burton (ya que estamos, ella fue una de las chicas raras en 16 velas; cómo pasa el tiempo). Finalente, la jovencita Emily Callaway tiene momentos humorísticos como la compañera mala del curso de Charlie. En fin: lucimiento para las directoras de casting, Venus Kanani y Mary Vernieu.

Recuerdos en presente

Con esos actores Chbosky construye una película de momentos irrepetibles e imágenes para el recuerdo (las secuencias del túnel, por ejemplo). “Hay personas que se olvidan de lo que se siente al tener 16 años al cumplir los 17”, dice el personaje, y el creador demuestra que no es de los que olvidan. Que recuerda lo que fue ser una flor en el empapelado (lo que dice el título original) y cómo empezar a ser protagonista. Y ese momento en el que uno se da cuenta de que está vivo, de que está viviendo las memorias del futuro: ese momento en que uno puede ser infinito.