Las reinas del crímen

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Amas de casa desesperadas por ser mafiosas

Cuando sus maridos son detenidos por el FBI, tres mujeres deciden hacerse cargo de sus "negocios". Pero nadie se encargó de la verosimilitud del film.

Basada en un comic de la compañía DC Comics, esta película escrita y dirigida por la realizadora Andrea Berloff propone una peculiar fábula feminista, según la cual las mujeres “de su casa” pueden dar un paso al frente y convertirse en ¿capamafias?, calzando las armas y dejando un tendal de muertos por el camino. El film está ambientado a fines de los '70 en una Nueva York pre-Giuliani, sucia, y llena de ratas y cines porno, y a ninguna de las tres protagonistas le tiembla la mano a la hora de amenazar y liquidar a sus rivales en el negocio. No sólo a sus rivales: alguna hará justicia también con su marido.

El problema básico de Las reinas del crimen es de registro: si se hubiera respetado la hipérbole propia del comic, todo hubiera sido mucho más admisible, ya que el exceso estético no aspira, por definición, a ninguna verosimilitud. Pero al adoptar una clave crasamente realista, no sólo hace agua el verosímil sino que el “mensaje” resulta altamente discutible.

Las tres “heroínas” son Kathy (Melissa McCarthy), Ruby (Tiffany Haddish) y Claire (la fabulosa Elisabeth Moss, desafortunadamente la de menos peso dramático). Corre el año 1978 (¿por qué ése y no otro?, la precisión del dato refuerza la veta realista) y sus tres maridos son atrapados por agentes del FBI en medio de un robo. La verdad es que los señores mucha pinta de heavies no tienen, pero a esta altura el espectador, deseoso de colaborar con el avance de la trama, hará la vista gorda ante este detalle. También ante el hecho de que uno de ellos, descendiente de irlandeses como los otros dos, esté casado con una mujer negra, algo que en esa época podía llegar a convertirlo en oveja del mismo color para su comunidad, que nunca se caracterizó por su apertura. 

A las tres señoras, hasta entonces amas de casas, parecen quedarles dos opciones: hacerse cargo del negocio de los maridos o perecer. Ése es al menos el intencionado binarismo que propone la película. De trabajar como cualquier hija de vecino ni hablar porque ésta es una película de Hollywood y en una película de Hollywood, si no se mata al prójimo no vale. Así es como aparecen después los loquitos que se ponen a liquidar gente en shoppings, ansiosos por imitar lo que el cine les enseñó.

La pinta de señores de su casa de los maridos no es el mayor problema de verosimilitud que por culpa de su registro equivocado plantea la película. No resulta precisamente fácil aceptar que tres mujeres solas, que hasta el momento no habían salido de sus cocinas, no sólo apoyen el chumbo sobre el mostrador cuando van a tomar alguna copa, sino que convenzan a un par de guardaespaldas de poner el pellejo en peligro al traicionar al jefazo al que servían, que siembren el pánico entre la comunidad judía de Manhattan y, peor de los peores, que obliguen al capo de la mafia italiana de Brooklyn a negociar de igual a igual. El ajusticiamiento del hijo de puta que surte a su mujer de trompadas en la panza, y que ya le hizo perder un hijo, es el único elemento de la película que tiene algún viso de realidad y hasta puede ser admitido.