Las playas de Agnès

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Autobiografía de todo el mundo

El fin de semana deparó para los cinéfilos cordobeses una de esas gratísimas sorpresas que muy de tanto en tanto se dan en las carteleras comerciales de la ciudad: el estreno de la última película de Agnès Varda, una de las fundadoras de la nouvelle vague francesa y cineasta fundamental del siglo XX. Se trata de un verdadero acontecimiento para los amantes del séptimo arte, que igualmente pasó casi desapercibido para los medios locales, por lo que no es difícil aventurar una corta existencia en la cartelera del único complejo que la estreno: el Showcase. Por eso vale destacar la excepción, que durará pocos días: poder ver Las playas de Agnès en las mejores condiciones posibles.

Autorretrato fílmico decididamente experimental, documental de carácter reflexivo y heterogéneo, Las playas de Agnès es una película inclasificable, que igual puede describirse como una autobiografía íntima de la propia cineasta que como una emocionante reflexión sobre el siglo XX, la memoria, el paso del tiempo, el arte y la existencia, todo esto en una muy particular armonía. Y es que el signo distintivo de Las playas de Agnès es la libertad absoluta de Varda, su autora, que se permite reproducir en la forma de la película los procesos de la memoria: la fragmentación, el calidoscopio, el collage, o incluso la inventiva, la recreación artística. “Los recuerdos son como moscas volando en el aire”, sostiene la propia Varda en la película, formada por fragmentos de recuerdos, recreaciones y registros reales de su vida, fantasías, anécdotas de sus contemporáneos y vecinos anónimos, y la Historia con H mayúscula, todo enlazado de manera libre y juguetona, con un sentido del humor sutil e irónico, que desacraliza las idealizaciones y desecha toda solemnidad.

El aparente caos formal no es caprichoso: la intención de Varda es ser fiel a sí misma, y por ello la forma elegida es el collage, la asociación libre, el único modo posible de trasladar su propia subjetividad al cine, de narrarse a sí misma en sus múltiples pasiones, de verse reflejada en los miles de espejos que le devuelve la memoria (como lo sugiere la primera escena, una instalación con espejos en la playa). Así, luego de repasar sin nostalgia una infancia marcada por el exilio y la Segunda Guerra Mundial, Varda se adentrará en una larga vida apasionada, que incluye su temprana incursión en la fotografía, el posterior salto al cine de la mano de Jean-Luc Godard con Cleo de 5 a 7 (1962), su amor legendario con Jacques Demy, las incursiones en la China maoísta, el triunfo de la Revolución Cubana, el despertar del hippismo en California, la batalla contra Vietnam, los Panteras Negras, y luego las luchas del feminismo en Francia, donde esta vez fue una activa protagonista. El repaso, claro, no es lineal ni mucho menos convencional, si bien a sus 80 años Varda pone nuevamente su cuerpo a disposición del cine para hacerse centro, cohesionar los retazos, y darle una particular coherencia narrativa al relato.

Pero la libertad (estética, narrativa y conceptual) es siempre norma: por eso, se detiene cuanto le place en el recuerdo de sus amigos -tanto famosos (Godard, al que muestra sin lentes, Jim Morrison, Jane Birkin y hasta Chris Marker, que aparece representado por un gato de dibujo) como anónimos (sus vecinos de barrio, o los niños protagonistas de sus primeras películas, hoy adultos)-, o en el gran amor de su vida, Demy, al que dedica gran parte del filme. Acaso la intención de Varda sea narrarse a sí misma a través de los otros, y por eso resulta significativo el espacio dedicado a personas desconocidas para el público: como en casi toda su obra (basta recordar Daguerrotipos, 1977), donde Varda desestimó el cine de gran producción para adentrarse en el pueblo, en la vida de la calle, en las existencias anónimas. Esa visión política y filosófica sigue vigente aquí, y acaso vale la pena citar a la propia directora para cerrar el comentario: “Alguien, después de ver la película, me recordó una novela de Gertrude Stein, que se llamaba Autobiografía de todo el mundo. Me sentiría muy feliz de que lo mismo pudiera decirse de mi película”.

Por Martín Iparraguirre