Las playas de Agnès

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Dos o tres cosas que sé de ella.

Para qué andar con vueltas. Agnès Varda es la más grande directora de todos los tiempos. Con ochenta abriles y más de cuarenta películas encima, sigue filmando con una admirable libertad. Varda confía en la capacidad de registro de su cámara, filma sin rodeos y se deja sorprender por lo que tiene delante del objetivo. Su sentido agudo de los poderes del cine le permite desplegar las costuras de cada proyecto, las elecciones e intuiciones que crean una complicidad generosa y feliz con el espectador. El estreno comercial (y en fílmico) de su última película es un lujo al que no estamos acostumbrados. Con una escena de Las playas de Agnès podemos resumir toda su obra: tomando al pie de la letra uno de los slogans del mayo francés, la directora bloquea por dos días la calle Daguerre, vuelca toneladas de arena y hace una playa sobre el asfalto para instalar ahí una oficina con sus colaboradores haciendo su rutina en traje de baño. El cine de Varda es la prodigiosa combinación de un proyecto ambicioso, el trabajo artesanal y la obstinación con la que logra concretar sus ideas más locas. En otro momento de la película, la realizadora sostiene con una mano una cámara DV que filma su otra mano a punto de escribir. Un acto de creación doble y al mismo tiempo una reflexión sobre la revolución digital que le facilita explorar los límites de la imagen cinematográfica, abordando con su pequeña cámara el universo de las exposiciones de arte contemporáneo, las instalaciones y las proyecciones en video.

Vivir su vida. Agnès Varda emprende su autobiografía, desenrolla las memorias de su infancia en Bruselas mientras disfruta de su presente condición de abuela rodeada de niños, revela sus comienzos profesionales con las fotografías de plató en el Festival de Aviñón o nos sumerge en su última exposición en la Fundación Cartier (donde más que exponer se apropia del lugar). La película avanza entre ensueños y vagabundeos, tomando de a poco un extraño espesor, una gran densidad que no le impide, sin embargo, cambiar de registro con una ligereza que asombra. La puesta en escena se despega rápidamente de la reconstrucción, exhibiendo su rodaje y liberándose mediante diversos dispositivos con marcos, espejos, trajes y decorados. Esta suerte de búsqueda improvisada llega al límite del desconcierto cuando la directora visita la casa de su infancia y encuentra a un señor apasionado por los trenes, que dinamita en un instante el matiz nostálgico de la película.

Histoire(s) du cinéma. Cada plano lleva el rastro de un encuentro. Parte de la felicidad que provocan estas playas reside en la posibilidad de volver a visitar grandes películas, nos podemos (re)encontrar con el Godard burlesco de Cléo de 5 a 7 o con un Harrison Ford desconocido en los ensayos de Model Shop. Varda abre sus puertas, busca en sus cajones y aparecen Chris Marker escondido detrás de una foto de su gato, Jane Birkin y Laura Betti en plan Laurel y Hardy o Jim Morrison tirado en el pasto presenciando el rodaje de Piel de asno. En sus múltiples paréntesis y digresiones la película nos muestra a Agnès en China en 1957, en Norteamérica en la época de la guerra de Vietnam o en Cuba con Fidel, sus luchas feministas y sus años de psicodelia. Pero la directora apuesta siempre a quebrar el tono y evita tanto la complacencia como la solemnidad. Incluso cuando aparece Jacques Demy, el gran amor y la gran herida de su vida, el tacto de Varda hace que su tristeza no resulte grave. Las playas de Agnès es una película emotiva, vital, lúdica y pudorosa, en la que las obras y las memorias de Varda se funden con discreta elegancia.