Las mujeres llegan tarde

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Expectativas insatisfechas

A contramano de lo que aconsejan el yudo y otras artes marciales, Las mujeres llegan tarde hace de la fuerza una debilidad. Su elenco y su equipo técnico son formidables: lo que magnifica su carácter fallido. Que se trate de una opera prima (de Marcela Balza) podría ser un atenuante. Un atenuante que, en el más benigno de los casos, lleva a preguntarse el porqué de tal asimetría entre la impericia y el exceso de pretensión, combinación que suele dar malos resultados.

La película empieza con un marino, un electricista de a bordo (Rafael Spregelburd) que, en un casino/burdel portuario, conoce a una mujer (Andrea Pietra) que terminará dándole un bolso hinchado de dólares que él se llevará hacia un hotel austero de la provincia de Buenos Aires, donde piensa esperarla. Las dueñas de lugar, madre e hija (Marilú Marini y Erica Rivas), están en serios problemas económicos. De modo que ese dinero será una tentación para ambas...

Una sinopsis, ínfima (como ésta) o minuciosa, no significa nada: jamás nos indica el valor de un filme. Los nombres de los actores, en cambio, nos hacen pensar -en este caso- en un piso más o menos alto. Y falta mencionar, en papeles secundarios, no siempre justificados, a Eduardo Tato Pavlovsky, Guillermo Pfening, Mike Amigorena y Martina Gusman, entre otros. Pero en Las mujeres..., desgraciadamente, no hay pisos altos ni intérpretes salvadores.

La narración es dispersa; las puestas en escena, pobres; la tensión dramática, casi nula; los diálogos, acompañados de constantes planos y contraplanos, forzados. Si el director fuera hombre, tal vez hablaríamos de cierta misoginia, sobre todo en la construcción de los personajes de Marini y Rivas. Error. Subestimaríamos la posibilidad del mero dislate.

El filme nunca encuentra su tono (en medio del drama flota un aire farsesco) ni su estética (que en cualquier caso luce antigua y poco cinematográfica). Por momentos, Las mujeres...parece avanzar hacia el thriller, aunque luego pega volantazos, sobreexplicados y tardíos, hacia la tragedia. Finalmente, nos hace pensar en que el exceso de expectativas suele ser el motor de las mayores desilusiones.