Las hierbas salvajes

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Política de actores. Las hierbas salvajes brotan en lo mejor de un mundo hostil, crecen describiendo una exploración digresiva, estallada y poética que une a Georges con Marguerite. Los dos protagonistas están encarnados por los irreemplazables Sabine Azéma y André Dussollier, un dúo ligado casi incestuosamente al cine de Resnais, que forzamos a quererse desde las primeras secuencias, aunque entren en contacto visual sólo después de una hora y cuarto de película, en una escena tan simple como espléndida. Desde el interior de una de esas salas de cine de ensueño en las que sólo se proyectan clásicos, emerge pensativo y solitario André Dussollier, ignorando que Sabine Azéma lo aguarda con creciente impaciencia en un entorno irresistiblemente irreal. El director captura lo sublime, el espacio entre el cielo y la tierra donde los destinos quedan suspendidos en el tiempo, algo tan extraño e incomprensible que sólo puede suceder en las noches recreadas en estudio, donde el visible artificio del decorado hace que los cuerpos se liberen de las leyes físicas y los corazones de las pautas morales.

Bolsos robados. Marguerite es una dentista extravagante que colecciona zapatos de marca y vuela Spitfire en sus ratos libres. El personaje, con su cabellera roja desgreñada a bordo de un descapotable amarillo, es un torbellino de color que parece haber salido de una historieta. Georges está retirado en una casona de suburbio venida a menos, amarrado al bricolaje doméstico como terapia, pero escondiendo bajo la rutina un pesado secreto que lo perfila como un peligro probable y público. La película comienza, con un homenaje encubierto a Pacto siniestro de Alfred Hitchcock, invitándonos a sentir el loco placer de dejarnos guiar por los pasos Marguerite. El director la filma de forma etérea y flotante, y Marguerite parece bailar, incluso cuando le roban la cartera que luego encuentra Georges para dar comienzo a esta insólita historia de amor. Resnais les dedica la misma atención y ternura a todos sus personajes, desde su dúo fetiche hasta el que toma prestado de Desplechin (Mathieu Amalric y Emmanuelle Devos). Una mirada siempre benévola hacia esos seres perdidos que, como las hierbas salvajes, tienden torpemente hacia espacios de mayor libertad.

Free jazz. Del azar convertido en necesidad, emana un río de peripecias servidas por una mecánica precisa y festiva, coqueteando con el absurdo, lo inquietante y lo maravilloso. Discretamente emancipada de las reglas del realismo, la película nos precipita en sus misterios, en sus ausencias, comparte sus indecisiones. La pista es sinuosa, la cámara se mueve jugando con deslizamientos que preservan la esencia de sus personajes, mientras las formas falsamente geométricas enturbian cualquier certeza. El suspenso titila sin interrupción, nada avanza de manera previsible en la estela enigmática de Resnais. La voz en off es una capa suplementaria de ficción que se sobrepone a la imagen y al sonido sin enterrarlos, generando un vértigo consubstancial con el cine. La música funciona como ensueño y estimula relámpagos de valentía, como cuando irrumpe el policía que interpreta un Amalric salido de Reyes y reina. El trabajo con la cámara, la luz, el color, los decorados y la música configuran un sujeto expresivo al servicio de los personajes, un ballet que contagia alegría.

Toda la memoria del mundo. Resnais acompaña a estos héroes descentrados hacia su liberación, se declara a favor de su locura y organiza una huida vertical. La película se desprende de todos sus hilos narrativos y se deshace poco a poco hasta a alcanzar, en la última secuencia, la materia misma de su arte: el aire libre. Después de sesenta años de gran cine, Alain Resnais entrega una fenomenal lección de libertad y fantasía, un delirio luminoso y moderno. Entre tanto derroche de ideas e inventiva visual, se mezcla discreta pero íntimamente la sombra transportada de la muerte. Sus signos están por todas partes: en la voz del narrador omnisciente que nos cuenta la historia con el desapego de quien conoce el final, en el agotamiento del reloj del protagonista, en la lógica espectral que conduce a la película hasta su accidente final y en el secreto de Georges que jamás será develado. Parte de la euforia que provoca esta descomunal obra maestra, algo del irresistible deseo de volver a verla una y otra vez se funda en la intuición de que Alain Resnais se despide, con una elegancia loca y una serenidad conmovedora. À bientôt.