Las estrellas de cine nunca mueren

Crítica de Ezequiel Boetti - Otros Cines

Gloria Grahame fue una actriz norteamericana que durante la década de 1950 tuvo un breve lapso de fama gracias a los film noir en los que participaba. Coronada con un Oscar por Cautivos del mal en 1952, pagó caro su intento de salir del encasillamiento, y con los años su nombre pasó de ocupar los primeros planos de las marquesinas a llenar páginas de revistas de espectáculos gracias a la relación amorosa con su hijastro Anthony Ray (hijo del director Nicholas Ray).

Las estrellas de cine nunca mueren toma aquella figura para trazar un recorrido que cruza las fórmulas de la biopic con las del melodrama. El film del inglés Paul McGuigan va y viene entre 1979 y 1981.En el primer periodo narra los inicios de la relación entre la veterana Grahame (Annette Bening) y un joven conserje de hotel y aspirante a actor llamado Peter Turner (Jamie Bell).

El segundo periodo es el de mayor peso narrativo y comienza cuando Grahame vuelve a la vida de Peter después de un par de años de ausencia. Los cuidados de él se contraponen con el deseo contradictorio de esa mujer en crisis que duda entre rendirse ante los brazos de su amado y enfrentar sola sus problemas de salud.

Las estrellas de cine nunca mueren tiene, por un lado, la voluntad de nunca juzgar las acciones de sus personajes. La diferencia de edad no es un problema para los protagonistas ni para McGuigan, que deja que sean ellos los encargados de construir su vínculo sin levantar el dedo acusador. Más allá de eso, a medida que avanza el metraje la tórrida historia romántica da paso a un melodrama de ínfulas académicas con epicentro en la enfermedad de Gloria y las reacciones de Peter y su familia. El paso de la contención al exceso convierte al film en una película digna de recordado Hallmark Channel.